(publicado en la Carta Semanal 508)
En París, el 11 de enero de 2015, se reunían con carácter de emergencia cuarenta y cuatro jefes de Estado, con el Secretario General de la OTAN, el Presidente de la Comisión Europea, el representante del Secretario General de la ONU… A petición de Hollande, los reunidos se impusieron a la cabeza de la manifestación de millón y medio de ciudadanos y jóvenes contra los atentados del 7, 8 y 9 de enero. Esa reunión marca el comienzo de una nueva fase de la guerra iniciada en Iraq hace 15 años, que no cesa y afecta ahora en formas diversas a todos los continentes.
Todos estaban allí, cogidos del brazo, alrededor del desacreditado presidente francés y su gobierno: los Cameron (Reino Unido), Merkel (Alemania), Renzi (Italia), Rajoy (Estado Español), los Juncker (Comisión Europea), el Secretario General de la OTAN… no faltaba ni uno. Ni siquiera Samarás (Grecia), cuyo gobierno de Unión Nacional había caído dos semanas antes como resultado diferido de la resistencia de los trabajadores griegos a los Memorandos de la Troika. Añádanse el jefe del gobierno turco, los representantes de las monarquías del Golfo, una docena de jefes de Estado africanos, encabezados por Mali –bajo la ocupación militar francesa–, Poroshenko, el presidente de Ucrania y Lavrov, el Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia. Y la guinda del pastel: Mahmud Abbas (Autoridad Palestina) había sido convocado para desfilar junto al verdugo de Gaza, Netanyahu, acompañado por dos ministros de extrema derecha, uno de ellos famoso por haber declarado: “He matado a muchos árabes en mi vida, para mí eso no es ningún problema”… una verdadera provocación necesaria para preparar futuros enfrentamientos “comunitarios”.
En el Secretariado Internacional del 13 y 14 de noviembre de 2014, escribimos:
“El conjunto de las relaciones políticas y sociales construidas en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, que en conjunto forman el entramado de todos los Estados europeos y que constituyen una posición del proletariado mundial, según el capital financiero debe ser destruido irremisiblemente, a fin de poder reventar por todos los medios el valor de la fuerza de trabajo del proletariado en todo el mundo.
Quieren borrar de la memoria de los trabajadores en todos los continentes hasta el recuerdo de esas conquistas sociales y políticas.
En ese sentido, la guerra que se extiende es indisociable de esta ofensiva de destrucción y de regresión.
La instauración de un estado de guerra (el ataque a todas las conquistas de la democracia política) es indispensable para crear las condiciones políticas del éxito de esa ofensiva.
En este contexto, es lógico que se produzcan atentados terroristas en Europa, en los principales países de la coalición, para dar base al desarrollo de campañas chovinistas contra la llegada de miles de refugiados, campañas destinadas a desorganizar la resistencia de la clase en nombre de la necesaria ‘unión sagrada’.
La guerra de Oriente Medio y su extensión al Sahel se ha convertido en un elemento constitutivo de la situación interna de Francia, de la Gran Bretaña, de Alemania, de España y de Italia. Es un componente de la apertura de la crisis revolucionaria que madura en todo el continente europeo.
El engranaje de la guerra viene a ser un eje de la evolución de toda la situación europea, con el conjunto de sus consecuencias: agravación de la crisis de los regímenes, agudización de la ofensiva antiobrera y explosiones revolucionarias. En lo sucesivo ese engranaje ordena las cosas en el seno de los grandes países imperialistas (‘países avanzados’) donde la burguesía se dispone a lanzar, en nuevas formas, una campaña chovinista que no tiene nada que envidiar a las que se desencadenaron en vísperas de las dos últimas guerras mundiales. Su objetivo es desarmar a la clase con ayuda de las direcciones de las organizaciones de clase, y cuentan ya con el apoyo de la socialdemócrata y la estalinista.”
Una coalición para dar un nuevo paso en la guerra
Es evidente, la coalición militar constituida bajo el alto mando estadounidense tras el colapso de Iraq y la aparición del “Estado Islámico” (Daech) necesitaba abrir una nueva etapa estrechando los lazos de colaboración con todos los Estados del mundo decididos a participar en ella y, en particular, con los Estados europeos. Lo necesitaba para extender a escala mundial la guerra, que es una guerra por los mercados, por el control de las materias primas… y una guerra social contra todos los pueblos.
El enviado especial de Obama, Holder, ministro de Justicia del gobierno de los Estados Unidos, que acudió a la reunión de ministros europeos sin siquiera molestarse en desfilar junto a sus “aliados”, convocó a todo el mundo el 18 de febrero en Washington. Organizan una “Cumbre Mundial contra el terrorismo” mientras el mando estadounidense anuncia un nuevo despliegue de tropas en la base de Morón de la Frontera (sur del Estado Español) como base logística para intervenir en todo el continente africano.
Para dar un nuevo paso en esta guerra, la coalición necesitaba presentarla a los pueblos del continente (y del mundo) como respuesta a su deseo de seguridad. Los atentados del 7 y el 9 de enero, perpetrados esta vez en el corazón de Europa, le han brindado la ocasión soñada, con la colaboración inmediata de Hollande.
De repente, aparecen a la luz todas las piezas de una amplia provocación. La aparición simultánea de manifestaciones antimusulmanas en Alemania, en Austria, en Suiza, en los Países Bajos indica que se prepara activamente el terreno para “responder” a los atentados programados, que por desgracia hay que prever que se multipliquen. Está tomando forma ante nuestros ojos algo que estaba inscrito en la situación de estos últimos tiempos.
El capital financiero, en plena crisis de descomposición, ante el anuncio de una recesión de amplitud sin precedentes, ante la crisis del sistema financiero que de ella se desprende, y ante la resistencia de la clase obrera, busca el pulso con esta resistencia, quiere destruir e integrar las organizaciones de la clase para dislocarla y reducirla a una suma de individuos flexibles y sin derechos.
Pero sea la que sea la evolución inmediata, la línea de fuerza de la situación sigue siendo la resistencia de las masas, que tras el 11 de enero se ha expresado en formas diversas dentro del movimiento obrero contra el alineamiento con la unión sagrada.
Frente a una clase obrera que, especialmente en los países europeos, ha sufrido golpes pero sigue básicamente organizada, el imperialismo ha optado por soluciones que ha experimentado antes en los pueblos de Oriente Medio y de África: dislocar los estados y las naciones mediante la presión de conflictos étnicos y comunitarios.
La instalación al continente europeo de la guerra librada por la coalición militar imperialista contra los pueblos de Oriente Medio, la importación al corazón de los Estados que participan en esta coalición de los atentados que desde hace decenios causan estragos en la población civil de esos países, forma parte del plan que pretende desmembrar al proletariado de los países imperialistas en “comunidades” enemigas.
La detallada orquestación de ese 11 de enero en París –incluida la presencia de Netanyahu, el verdugo de Gaza– ha señalado el enemigo interior: las poblaciones inmigradas originarias de los países de cultura musulmana.
Por esas razones, la amenaza de atentados que se cierne sobre todos los países europeos se ha convertido en un medio de presión para permitir que los gobiernos burgueses intenten integrar a las organizaciones sindicales y realizar en formas propias de cada país la “unión sagrada” sobre las ruinas de lo que queda de la democracia política.
Madura una gran confrontación
Está madurando una inmensa confrontación. Se alimenta del creciente foso entre todo lo que contenía la angustia de los manifestantes del 11 de enero y el contenido social y político de la unión sagrada que dominó esa manifestación. Se alimenta también de la creciente negativa de amplios sectores de la clase obrera y de la juventud a prestarse a esa operación que ven, con razón, como una amenaza.
La clase obrera, cuyo movimiento, por ahora, sigue estando obstaculizado por sus direcciones, muestra una resistencia que saca fuerzas, sobre todo en Francia, de las relaciones sociales nacidas en los años 1945-1947.
Cierto, de ningún modo hay que subestimar la presión que ejerce ya el dispositivo contra-revolucionario y totalitario sobre las condiciones en que la clase trabajadora tiene que resistir, en particular en los países europeos que son objetivo inmediato de la operación. Pero es indispensable subrayar las primeras grietas que aparecen en ese dispositivo.
La brutalidad de la ofensiva no ha disipado las incertidumbres que siguen asaltando a los dirigentes de los estados de la Unión Europea.
En Francia, Valls no ha podido acallar a quienes en la CGT y en la CGT-FO han decidido no desarmarse ante la ley Macron (plan de austeridad). Las negociaciones en el metal de Alemania se abren en un ambiente tenso. No se ha disipado el impulso que se expresó en las huelgas generales de un día de Bélgica y de Italia. Diez días antes de las elecciones de Grecia el BCE vacila sobre las medidas que debe anunciar…
No solo la batalla no está perdida, sino que se traba en un frente más amplio.
Una vez más, frente al guión elaborado por el imperialismo y sus agentes, los belicistas, el destino de la humanidad está en manos de la clase obrera y solo de la clase obrera.
La única fuerza que en Francia y en toda Europa puede evitar que la sociedad se hunda en enfrentamientos entre comunidades, es la clase obrera reuniendo sus fuerzas como clase con sus organizaciones, reuniendo a todos sus componentes para desplegar toda su potencia en el combate que debe enfrentarla con sus respectivos gobiernos. Un combate para obligarlos a abandonar las «reformas» dictadas por la Unión Europea, instrumento del capital financiero, y a romper con la coalición militar imperialista. Es el primer paso que allana el camino para formar en Europa gobiernos que emprendan una colaboración libre y pacífica de todos los pueblos del continente, es un punto de apoyo decisivo para organizar a escala mundial la cooperación pacífica de todos los pueblos del mundo liberados de la dominación imperialista.
Ahí se concentra la defensa de la civilización.