(Publicado en la Carta Semanal 697 – ver en catalán)
Justo hace diez años, el 15 de septiembre de 2018, quebró Lehman Brothers, emblemática compañía financiera estadounidense. Habitualmente se identifica con esta fecha el estallido de la crisis mundial por su contenido simbólico, pese a que sus detonantes son previos, en particular agosto de 2007 con la crisis de las hipotecas subprime o de mayor riesgo (aquellas cuyos pagos superan el 55% de los ingresos familiares y/o el crédito es mayor al 85% del valor de la vivienda). Inmediatamente la crisis se extendió a escala mundial, por la elevada internacionalización del capital financiero, especialmente especulativo, que se había favorecido por las políticas desreguladoras desde la presidencia de Reagan en los primeros ochenta y aún más impulsada por Clinton en los noventa.
Consecuencias de la crisis para la clase trabajadora
Las consecuencias de la crisis son devastadoras. Cae la producción y se suceden las quiebras, ante lo que los Estados acuden en socorro del capital con los rescates, sobre todo bancarios, efectuando una masiva transferencia de recursos. Sólo en EEUU casi medio billón de dólares, alegando que son bancos o empresas “demasiado grandes para quebrar” (“too big to fail”), en cuyo caso habría que decir más bien que son “demasiado grandes para ser privados”. La clase trabajadora sufre la crisis en sus carnes: se dispara el desempleo y la precarización, caen los salarios y empeoran las condiciones laborales, recrudeciéndose los ataques a los servicios públicos, como la sanidad y la enseñanza. A pesar de todo y salvo excepciones puntuales, la posición oficial siempre acaba cerrando filas en torno a una interpretación benevolente de las causas de la crisis: se trata de un tropezón, resultado de una mala gestión. Pretenden vendernos que el problema no es por tanto el capitalismo, sino únicamente cómo se ha conducido, promoviendo así el mito de que hay salida a nuestros problemas dentro del modo de producción capitalista. Mito al que se adhieren, como sabemos y padecemos, las direcciones políticas y sindicales que, por ejemplo aquí, promueven el espantajo de un “nuevo modelo productivo”, al que nunca le faltan amables calificativos (con empleo de calidad, desarrollo tecnológico, medioambientalmente respetuoso, etc.). O que en el terreno electoral declaran pomposamente que, si les votamos a ellos, resolverán los problemas.
Ante esta situación, la clase trabajadora tiene todo el interés en conocer las causas profundas de la crisis, más allá de sus detonantes inmediatos, así como las perspectivas futuras y, en definitiva, qué alternativas reales tiene ante sí. Por eso es importante señalar que la crisis no fue un mero tropezón, sino que tiene un contenido mucho más profundo. En efecto, las crisis forman parte del proceso de acumulación capitalista. Tanto las crisis aparentemente más acotadas (bancarias, cambiarias, de impagos o reestructuración de deuda), de las que el FMI reconoce que desde 1971 ha habido cientos y cientos, como las crisis generales, a escala mundial y concretamente la crisis que estalla en 2007-2008, de la que en rigor difícilmente puede sostenerse que ha quedado plena y definitivamente atrás.
Las causas profundas de la crisis
Si el detonante último de la crisis es la desregulación financiera, corresponde preguntarse por qué se produce ésta y la respuesta es sencilla: se trata de una exigencia del capital o, más precisamente, de la fracción dominante del capital a escala mundial que es el capital financiero estadounidense. El capital vive de su valorización, basada en la apropiación del trabajo ajeno, esto es, de la explotación laboral. Históricamente la transición al capitalismo hizo posible un enorme desarrollo de las fuerzas productivas, aunque éste no fue ni podría haber sido idílico, al basarse en la explotación laboral, incluso infantil, y en el pillaje colonial. Sin embargo, el modo de producción capitalista desemboca inevitablemente en el estadio imperialista, donde la configuración de una economía mundial como tal y el papel protagónico del capital financiero tiene como consecuencia el agotamiento de todo carácter progresivo del capitalismo. O dicho de otro modo, tensiones cada vez mayores sobre las fuerzas productivas, que se plasman en procesos cada vez más sistemáticos de su destrucción, como son las crisis, las guerras, la esquilmación de los recursos naturales y, muy especialmente, la desvalorización de la fuerza de trabajo.
Sólo en este cuadro se puede comprender el carácter de la crisis que estalla en 2007-2008, como expresión de las contradicciones crecientes del capitalismo, que revelan su carácter no ya anacrónico sino además cada vez más destructivo. Esto se observa en la conexión de esta crisis con la de los años setenta, que se suele presentar acotada a un solo factor, la subida de los precios del petróleo de octubre de 1973. Sin embargo, se trata en realidad de una crisis mucho más profunda que, puestos a identificar con una fecha precisa, convendría referirla a 1971, cuando el gobierno estadounidense reconoce su incapacidad para mantener un cierto orden imperialista, sobre la base de la actuación del dólar como moneda mundial de facto. Esta crisis significaba en definitiva la constatación de que toda la retórica de una supuesta edad dorada del capitalismo, tras la Segunda Guerra Mundial, era falaz, ya que el crecimiento posterior, antes que nada recuperación, obedecía en realidad al espacio creado por la destrucción de la guerra y la colaboración de las direcciones de las dos corrientes mayoritarias del movimiento obrero, socialdemocracia y estalinismo. Era un crecimiento con fecha de caducidad.
La huida hacia delante del capital
La respuesta del capital a la crisis de los setenta es conocida: los planes de ajuste fondomonetaristas (privatizaciones, desregulación, acelerada apertura externa, contrarreformas) que buscan la desvalorización directa e indirecta de la fuerza de trabajo, de la que dependen nuestras condiciones de vida. Casi treinta años después, el estallido de la crisis de 2007-2008 revela que el ajuste no sólo no ha podido abrir una fase expansiva en la economía mundial, sino que, su contenido de tierra quemada ha contribuido a que la economía mundial desemboque en esta nueva crisis, aún más grave. Es una auténtica huida hacia delante. Desaparece así toda ilusión en un supuesto capitalismo con ciclos de largo plazo, para confiar en nuevos redespliegues en los que resolver los problemas.
En los años noventa la crisis ya estaba incubada. Se buscó aplazarla con el impulso a las empresas de alto contenido tecnológico, las “puntocom”. Sin embargo, su principal indicador, el Nasdaq 100 de la Bolsa de Nueva York, se desploma un 68% entre marzo de 2000 y abril de 2001. Entonces le tocó el turno a la especulación inmobiliaria, que desarrolla una enorme burbuja inmobiliaria espoleada por el crédito fácil (los precios de la vivienda se multiplican por 2,26 en sólo seis años, entre 2000 y 2006). Además, se relanzó el gasto militar, promoviendo para ello la guerra contra el pueblo iraquí de 2003 y tantas otras. Hoy, diez años después, constatamos de nuevo la huida hacia delante del capital, materializada en la guerra. O más bien podríamos decir en tres tipos de guerra. En primer lugar las guerras competitivas, que adoptan la forma de guerra comercial ya desplegándose por el gobierno de Trump, pero también en el plano puramente bélico. Y en segundo lugar, la guerra de clase contra la clase trabajadora que agrupa a la inmensa mayor parte de la población mundial, quienes vivimos de nuestro trabajo.
Conviene precisar que en el marco de la economía mundial, en la que se integran de forma desigual las economías imperialistas y los países semicoloniales, sigue habiendo una sola potencia hegemónica, el imperialismo de EEUU, “gigante con pies de barro” sí, pero único verdadero gigante, frente a patochadas como la de que China le impugna ese lugar (el PIB chino no alcanza dos tercios del estadounidense, pese a cuadruplicar su población; el gasto en armamento de EEUU es cuatro veces el chino, etc.). A pesar de la crisis y la guerra por los mercados, que no es por nuevos mercados, sino por expulsar de los ya existentes a los imperialismos de segundo rango.
¿Crisis o estafa?
Desde ciertos sectores se dice a menudo de que no es una crisis, sino una estafa. En realidad, hablar de estafa (es decir, robo) no tiene nada de excepcional refiriéndose al capitalismo, un modo de producción asentado en el trabajo no pagado. Pero no debe negarse la existencia efectiva de una crisis en su sentido literal: la interrupción o ralentización del ritmo de acumulación, con todo su corolario de destrucción económica y regresión social. Sí deben calificarse de estafa, y de la mayor gravedad, las promesas de que los problemas pueden resolverse yendo de la mano del capital, porque “esto lo arreglamos entre todos” (eslogan de la campaña de las Cámaras de Comercio en 2010, dotada con 4 millones de euros).
La crisis no es un mero tropezón, sino que expresa las contradicciones crecientes del capitalismo, su carácter destructivo. Ninguna pregunta es más fácil que aquella que interroga acerca de la posibilidad de una nueva burbuja especulativa, bancaria, inmobiliaria. No es posible, es seguro que ocurrirán. Porque no hay salida a los problemas en la economía capitalista, tal y como el marxismo explica teóricamente de forma impecable, en torno a la ley del descenso tendencial de la tasa de ganancia, y nosotros constatamos cada día de forma práctica. En especial en Europa, referente de desarrollo como región en la que históricamente se fue más lejos en la institucionalización de conquistas obreras. Aquellas que hoy están en el punto de mira del capital financiero, atacadas a través de su instrumento principal a tal fin que es la oficina del FMI en la región, a saber, la UE.
¿Qué hacer?
La crisis muestra la incompatibilidad entre el capital financiero y las conquistas obreras y democráticas de la clase trabajadora y el conjunto de la población. Esto explica la grave crisis política actual de todos los regímenes y gobiernos, muy particularmente en Europa. Desde nuestra perspectiva, que es la de la clase trabajadora, la constatación del verdadero significado de la crisis debe llevarnos a una conclusión inequívoca: no tenemos nada que perder con el conocimiento de las causas profundas de nuestros problemas, ante los que sólo tenemos una vía de salida: nuestra organización política independiente de todo compromiso con el capital y todas y cada una de sus instituciones. Para así poder defender incondicionalmente nuestras legítimas aspiraciones, construyéndonos así políticamente frente a la barbarie a la que cada vez más abiertamente lleva la supervivencia del capitalismo. En definitiva, es el horizonte del socialismo.