Carta Semanal 865 en catalán
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En el 43 aniversario de la constitución de 1978, observamos un fenómeno curioso: son muchoslos partidarios de la Monarquía que ven necesaria una reforma de esa constitución, pero son casi unánimes al señalar que, hoy, tal reforma no es posible.
El País dice en su editorial que “la mayoría de los partidos políticos comparten un paquete mínimo de cambios que necesita la Constitución para enraizarse en el presente y en los profundos cambios que ha traído el siglo XXI. La paradoja reside en que comparten buena parte de las modificaciones”, pero “La reforma exprés prometida por los últimos gobiernos del PP y del PSOE, sin embargo, sigue en formato de promesa, del mismo modo que la anacrónica prevalencia del hombre sobre la mujer en la sucesión de la Corona es hoy uno de los artículos más desconectados de la realidad. Tampoco la inviolabilidad del Rey se corresponde hoy con el estándar de exigencia democrática”,
El editorialista continúa señalando que “La Constitución no menciona tampoco a las 17 autonomías porque no existían todavía en 1978, pero magistrados y magistradas que han trabajado en los últimos 30 años en nuestro Tribunal Constitucional reconocen hoy, en las páginas de EL PAÍS, la necesidad de perfeccionar la organización territorial del Estado a través del título VIII de la Constitución”.
Una reforma imposible
El problema es que, en estos momentos, proponer una reforma que toque precisamente a la Monarquía o a la “cuestión territorial” es, como resignadamente reconocen muchos de esos comentaristas, abrir la caja de los truenos. Como señalan en el mismo periódico un grupo de profesores de Derecho Constitucional, para los defensores de la Monarquía “no se trata de emprender un nuevo proceso constituyente, sino de actualizar para conservar lo mejor de nuestra Ley Fundamental y para adaptarla, al mismo tiempo, a los retos y desafíos del presente”.
Pablo Casado, presidente del mayor partido franquista, cuyos votos serían precisos para una eventual reforma, declaraba que frente al “revisionismo casi suicida” de los que persiguen reformar la Constitución, lo que habría que hacer es “defenderla todos juntos como un proyecto en el que quepamos todos” y del que salgan los “radicales”. Casado ha declarado que no cuenten con el PP para cambiar ahora ningún artículo de la Constitución ni nada que pueda afectar a la figura del Rey o de la situación de la Monarquía parlamentaria, añadiendo que “los nietos no debemos deshacer el abrazo que se dieron nuestros abuelos”.
A ese supuesto abrazo entre abuelos se refería Pablo Iglesias en CTXT, diciendo que “La Constitución del 78 fue el resultado de lo que Vázquez Montalbán llamó correlación de debilidades entre las élites políticas de la oposición democrática (que deseaban que España recuperase la democracia) y una parte de las élites políticas franquistas (que deseaban que España contara con un sistema político homologable a los de Europa occidental). No hace falta que yo les recuerde que la parte más débil de la correlación eran los partidos opositores a la dictadura. Esa misma correlación fue la que se hizo valer con la llamada Ley de Amnistía”. Una construcción fabulada –para justificar la traición de los dirigentes que pactaron con los franquistas- que no se corresponde con la realidad de lo que sucedió tras la muerte de Franco, cuando la clase obrera y los pueblos impusieron las libertades políticas y sindicales con su movilización, que sólo a duras penas pudo ser contenida por los dirigentes del PCE y del PSOE, que alcanzaron en los pactos de la Moncloa un acuerdo con los representantes del aparato de Estado franquista para mantener lo esencial del aparato judicial, policial y militar de la dictadura, la monarquía encarnada por el heredero de Franco. También aceptaron la impunidad de los crímenes del franquismo y mantener en las cunetas y fosas comunes a miles de fusilados, a través de la ley de amnistía. Recordemos que esos pactos fueron firmados en septiembre de 1977 entre los grupos parlamentarios (menos PNV y ERC), y que dieron lugar al llamado pacto constitucional.
El debate sobre una eventual reforma lo resumía el portavoz del PNV en el Congreso de los Diputados, Aitor Esteban, quien, tras abogar por una Constitución que incluya “el reconocimiento a la nación vasca” y la bilateralidad entre las instituciones de Euskadi y las del Estado, y reclamar “un árbitro neutral” porque el Tribunal Constitucional “no cumple esa función”, concluía que “hablar hoy en día de una modificación constitucional” es “una auténtica quimera”, y “el clima no está para eso”.
Una Constitución incompatible con los derechos y reivindicaciones más elementales
Como hemos señalado antes, el “pacto constitucional” con los franquistas supuso el mantenimiento del conjunto del aparato de Estado del franquismo. Un aparato de Estado cuyo mantenimiento resulta insoportable para la mayoría trabajadora, para los pueblos, para las mujeres.
Se mantuvo un ejército manifiestamente franquista. En el verano de 2019, mil militares retirados firmaban un manifiesto en defensa de la memoria del dictador. Además, tres generales son actualmente diputados de Vox y otro fue su candidato a alcalde de Palma de Mallorca.
En cuanto a los cuerpos represivos, acabamos de ver cómo casi todos los “sindicatos” de la Policía Nacional y la Guardia Civil se manifestaban en Madrid para exigir el mantenimiento de la ley mordaza, y contra el gobierno, acompañados por representantes de los tres partidos franquistas.
En lo que respecta al aparato judicial, basta con ver cómo ha avalado todos los recortes de derechos, cómo organizó la persecución contra los piquetes de huelga utilizando el artículo 315.3 del código penal, las actuaciones del Tribunal Supremo contra los republicanos catalanes y los defensores de los derechos de los pueblos, la expulsión de su escaño de Alberto Rodríguez, basándose tan sólo en el testimonio de un policía. O su desprecio hacia los derechos –e incluso la integridad física- de las mujeres.
Todo ello presidido por el heredero designado por Franco, que, pocos días antes de la muerte de éste, presidía junto al dictador una manifestación de apoyo a los últimos fusilamientos del franquismo. Un individuo cuyos chanchullos económicos defienden tanto el aparato judicial como los partidos que viven de las instituciones del régimen (el congreso ha rechazado hasta en tres ocasiones abrir una comisión de investigación).
Con la aceptación de lo esencial del régimen de Franco se aceptó, también, no tocar los negocios que se habían hecho bajo su cobertura. Ni siquiera aquellos que se levantaron a partir de la utilización de presos políticos como mano de obra esclava. Y se heredaron sus mecanismos corruptos de adjudicación de contratos y servicios públicos. Un régimen corrupto desde la Casa Real al último ayuntamiento.
Después de las manifestaciones de los policías, estas instituciones del Estado se creen hoy envalentonadas y lanzan campaña por la vuelta al “emérito” en España, para que el Tribunal Supremo no lo juzgue.
La necesidad de una ruptura con la Monarquía
Para la clase trabajadora y los pueblos es absolutamente necesario liberarse de estas instituciones enemigas de sus derechos y libertades, de esta constitución defensora de los intereses del capital financiero y que opone a las exigencias de libertad de los pueblos la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Unidad impuesta, que no tiene nada que ver con la unión libre de los pueblos sino con la “unidad” de las instituciones franquistas para preservar sus privilegios.
La experiencia de estos años nos demuestra que cada exigencia de libertad fundamental, como el derecho de los pueblos como el catalán, cada reivindicación social, como la derogación de las reformas laborales o de pensiones, choca con las instituciones de la Monarquía, heredadas del franquismo, fieles defensoras de los intereses del capital financiero.
No hay ninguna salida dentro de la Constitución o de sus planes de reforma. No hay otra salida que la ruptura, acabar con este régimen podrido, imponer la República del pueblo y de los pueblos. Algo que, como demuestra la historia, sólo podrá conseguir el pueblo con su movilización. Como en 1931 impuso la República.