(Publicado en la Carta Semanal 735 – ver en catalán)
Rara es la movilización obrera o popular en la que no se ven, junto a las pancartas y banderas de las organizaciones, unas cuantas banderas republicanas. Y, sin embargo, en el horizonte inmediato de las principales organizaciones de la clase trabajadora no figura la lucha por la República.
Tampoco es frecuente que las distintas coordinadoras y plataformas republicanas participen como tales en las movilizaciones laborales o vecinales. Por el contrario, parecen haber centrado su actuación en la celebración de efemérides (14 de abril, 18 de julio, 12 de octubre, 8 de diciembre, etc.).
Parece como si, de alguna manera, los dirigentes de ambos movimientos hayan decidido que éstos marchen por separado, o en paralelo como los raíles del tren que nunca se encuentran. En esta situación, los miles de luchadores que llevan sus banderas republicanas a las manifestaciones laborales o vecinales parecerían estar fuera de sitio. Y, sin embargo, si algo han demostrado los 40 años de Monarquía es que las principales reivindicaciones obreras, populares y democráticas chocan una y otra vez con las instituciones del Régimen. Es decir, que avanzar para conseguir las reivindicaciones exige acabar con esas instituciones podridas, traer la República. Y, al mismo tiempo, la República no va a venir de “procesos constituyentes” al margen de la lucha cotidiana. Como en 1931, la República la trae el pueblo con su movilización.
El papel de las instituciones
A la muerte de Franco, una enorme movilización popular sacudió todo el territorio del Estado Español. Los trabajadores y los pueblos, retomando el hilo roto por el golpe militar y la derrota de 1939, impusieron las libertades de organización, de manifestación, de expresión, de huelga, y utilizaron esos derechos impuestos al régimen en descomposición para defender sus principales reivindicaciones, desde la amnistía para los presos políticos y los derechos de las nacionalidades hasta las subidas de salarios. Los poderes del régimen, aunque se opusieron con todas sus fuerzas a este levantamiento popular (hubo momentos, sobre todo cuando Fraga Iribarne era ministro de la Gobernación, en que había un muerto diario en la represión de manifestaciones), se vieron desbordados por la movilización y tuvieron que aceptar, de hecho, lo que las calles les habían impuesto.
Franco había colocado al frente del Estado a su sucesor a título de rey, Juan Carlos de Borbón, con un objetivo claro: preservar las principales instituciones del aparato de Estado y los privilegios y fortunas que se habían labrado al amparo del régimen. Pero el movimiento de la clase trabajadora, la juventud y los pueblos puso de inmediato en peligro ese arreglo.
Durante la llamada “transición”, a través de los Pactos de la Moncloa y luego del pacto constitucional, los representantes de las principales organizaciones obreras y los “nacionalistas” llegaron a un acuerdo con los representantes del aparato de Estado franquista: a cambio de reconocer los derechos y libertades que el pueblo ya había conquistado, los dirigentes de la “oposición democrática” aceptaban respetar a la Monarquía y no tocar ni el ejército ni los aparatos policial y judicial del franquismo.
El pacto de la “transición” significaba no sólo renunciar a perseguir los crímenes del franquismo, incluyendo los que se producían en esos mismos días, sino respetar, sin depuración alguna, la integridad de los jueces, la Guardia Civil, la policía y el ejército del 18 de julio. Todos fueron automáticamente rebautizados como demócratas, del mismo modo que el infame Tribunal de Orden Público se transformaba en Audiencia Nacional. En ninguno de eso cuerpos fueron readmitidas las personas expulsadas por luchar por la democracia, ni en 1936-39 ni en 1974. Hoy sabemos, incluso 40 años después, que esos cuerpos están plagados de ultraderechistas, como prueba el manifiesto en defensa de Franco firmado por más de 1.000 militares en retiro o el voto masivo a Vox de militares y guardias civiles.
Los derechos de los pueblos seguirían negados por medio del “Estado de las Autonomías”, y esas mismas autonomías, sometidas al poder del Estado, serían utilizadas como correa de transmisión de todos los recortes de derechos y prestaciones sociales.
Los franquistas habían conseguido su objetivo: mantener las principales instituciones del Estado, que podrían seguir utilizando para enfrentar al movimiento obrero y popular y a sus reivindicaciones.
El papel de la Monarquía
Para presidir todo este entramado estaba el nuevo Jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón, heredero designado por el dictador tras jurar su adhesión a los “principios fundamentales del Movimiento Nacional”, y heredero, también, al cabo de poco, cuando abdicase su padre, de la dinastía borbónica, que había demostrado a lo largo de la historia su “flexibilidad” para aferrarse al poder. Desde enrique IV, su primer rey en Francia, que ascendió como candidato a la corona apoyándose en los protestantes franceses, para luego convertirse al catolicismo declarando que “París bien vale una misa”, al infame Luis XVI, cuya traición a Francia cuando intentaba huir para unirse a los ejércitos que combatían contra ella le costó la cabeza. En España Felipe V entró como negador de los derechos de los pueblos (siguiendo a Carlos V) y asumió ese papel de “cambiacapas” su sucesor, el felón Fernando VII, que no dudó en conspirar contra su padre, pedirle perdón de manera humillante, volver a conspirar, abdicar en favor de Napoleón, negar la Constitución de 1812, jurar esa misma constitución y volver a negarla ejecutando a los que le habían hecho jurarla.
Juan Carlos de Borbón no se quedó atrás. De acuerdo con Franco, fue educado en España por tutores designados por el dictador (a cuya cabeza estaba un tal Alfonso Armada, a quien luego se hizo condenar por el golpe del 23-F). Aceptó ser designado heredero por Franco pasando por encima de los derechos dinásticos de su propio padre. Presidió junto a Franco todo tipo de actos de apoyo al régimen, incluyendo, ya en septiembre de 1975, pocos días antes de la muerte del dictador, las concentraciones de apoyo al fusilamiento de los últimos luchadores antifranquistas.
Para algunos sectores del “movimiento republicano” son los privilegios de la Monarquía los que justifican la necesidad de la república. Pero no es esa la cuestión. Por más privilegios que acumule la “Casa Real”, y por más corruptelas que mantenga, como el enriquecimiento no justificado del “rey emérito”, el hecho fundamental es que es la Monarquía quien ordena a todo el aparato de Estado. Como prueba, el brutal discurso de Felipe VI “el preparado” del 3 de octubre de 2017, en que llamaba a rebato a todo el aparato de Estado contra el pueblo de Cataluña y contra los republicanos catalanes, un mandato que hoy se traduce en el juicio en el Supremo y en las distintas resoluciones de ese tribunal contra los derechos de los parlamentarios republicanos presos. Vox le ha felicitado por ese discurso.
Las instituciones del Estado, contra los derechos y reivindicaciones
El capital financiero puede contar sin duda alguna con esos aparatos heredados del franquismo para la defensa de sus intereses. Como ha contado con la policía y la guardia civil para reprimir las movilizaciones obreras y populares, y con esas mismas policías, los fiscales y los jueces para perseguir a cientos de sindicalistas por organizar piquetes de huelga, en aplicación del artículo 315.3 del Código Penal (otra herencia del franquismo). Esos mismos policías que se dirigían a Cataluña a reprimir violentamente a ciudadanos que sólo querían votar, al grito de ¡a por ellos!
Del mismo modo, el aparato judicial ha avalado todas y cada una de las contrarreformas laborales y de derechos. Ha avalado los recortes de salarios y derechos laborales impuestos a los más de tres millones de empleados públicos, aunque supusieran pasar por encima de acuerdos con los sindicatos o de convenios colectivos. Ha organizado la persecución de músicos, humoristas y titiriteros por sus expresiones artísticas, así como la persecución a políticos acusados de “terrorismo”, aunque jamás hubieran puesto una bomba o pegado un tiro. Esos mismos jueces han protegido durante años a los maltratadores y violadores, negándose a defender a las mujeres, hasta que la movilización popular les ha obligado, poco a poco, a dar marcha atrás. Del mismo modo que han avalado, a la vez, el rescate de los banqueros con fondos públicos y el desahucio de miles de personas trabajadoras por no poder pagar sus deudas con esos mismos bancos. Como han impuesto el rescate a cuenta del Estado de autopistas que no eran rentables o de depósitos de gas que provocaban terremotos.
Hoy, no puede defenderse el derecho de huelga sin acabar con ese poder judicial franquista. No puede defenderse el derecho de los empleados públicos a la negociación colectiva sin acabar con la Constitución que se la niega (más abiertamente desde la incorporación del artículo 135). No pueden recuperarse los derechos arrasados por las contrarreformas laborales (entre ellos, el derecho a la libre negociación colectiva) sin acabar con las instituciones que han avalado todos esos recortes.
Las instituciones del Estado se han convertido en el baluarte contra el que chocan las exigencias de derechos laborales y sociales, de derechos democráticos, de libertad para los pueblos de todo el Estado. Esas instituciones se imponen por encima de la negociación colectiva o de los derechos de los electores o la soberanía de los parlamentos. Si algo demuestra lo ocurrido en los últimos años es que, con estas instituciones, todas las conquistas y derechos están en precario, y se enfrentan al régimen.
Hay que romper con la separación que pretenden imponernos entre defensa de las reivindicaciones obreras y populares y lucha por la república. Porque no habrá plena satisfacción de las reivindicaciones sin república ni va a haber república si ésta no la traen los trabajadores y los pueblos con su movilización, basada en sus reivindicaciones elementales.