La Monarquía no es una democracia

Carta Semanal 822 en catalán

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El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, declaraba el pasado día 8 a la revista Ara que “no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España cuando los líderes de los dos partidos que gobiernan Catalunya, el uno está en la cárcel y el otro en Bruselas (…). Pero lo mismo le digo de la entrada en prisión de Pablo Hasél”.

Las reacciones de los medios de comunicación y de los tres partidos franquistas que se sientan en las Cortes no se han hecho esperar. Todos ellos piden airadamente la dimisión de Pablo Iglesias.

También han reaccionado sus socios en el gobierno. En la toma de posesión del nuevo Jefe del Estado Mayor de la Armada, la ministra de Defensa, Margarita Robles, declaraba que «tenemos que sentirnos muy orgullosos de España» porque es un país «con una democracia plena» y «de las más avanzadas del mundo, con instituciones sólidas, con derechos y libertades consolidadas».

En resumen, muchos de los defensores del régimen han salido en tromba. No admiten que se puede cuestionar el “carácter democrático” del mismo, en particular, en la situación de crisis que vive la propia institución de la Monarquía. Y, por tanto, exigen a Pablo Iglesias que practique la “lealtad al Rey” con que juró su cargo.

Un manifiesto infame

Una de las reacciones más airadas ha sido la publicación de un manifiesto, firmado por 200 políticos en activo y retirados del PP, el PSOE y Ciudadanos, y por unos cuantos de los intelectuales firmantes habituales de textos y manifiestos “antinacionalistas” que se titula “Cesar en la infamia: Pablo Iglesias debe ser destituido”.

En ese manifiesto,  escriben que “la democracia española ha tenido gobernantes buenos, malos y mediocres, idóneos y vulgares, ejemplares y corruptos. (…) Lo que no había tenido nunca hasta ahora es un gobernante que no creyera en la dignidad democrática de su país (…) Un gobernante que se pusiera del lado del crimen”. Lo que viene a decir que se puede admitir gobernantes malos o incluso ladrones y corruptos, pero no que  defiendan a los presos políticos, poniéndose “del lado del crimen”.

El manifiesto añade que Iglesias en “una persona socializada en el rencor e incapaz de comprender la importancia histórica y la altura moral del gesto de reconciliación entre españoles que, en una Transición que desprecia, fundó nuestro régimen de convivencia democrático”.

Todo para exigir a Pedro Sánchez que expulse a Iglesias del gobierno, lo que probablemente causaría la ruptura de la coalición y podría llevar, finalmente a un gobierno de las tres derechas franquistas, como el de Madrid o el de Andalucía.

La verdad sobre la Transición

Para los autores del manifiesto, y según la historia oficial con la que intoxican a nuestros hijos en las escuelas, la llamada “transición” que supuestamente nos trajo la “democracia” fue un proceso ejemplar, durante el cual, asistidos por Juan Carlos I, un rey demócrata, se nos otorgaron a los ciudadanos las libertades democráticas.

Difícil sería concebir un cuento más falso. Juan Carlos fue nombrado en 1969 heredero del dictador Franco, y ejerció durante años, como tal, el papel de “Príncipe de España”. En calidad de tal, presidía con Franco, en septiembre de 1975 -es decir, a pocos meses de la muerte del dictador- una concentración ante el Palacio de Oriente en apoyo a los últimos fusilamientos del franquismo. Con su nombramiento como heredero, Franco pensaba haber dejado “atado y bien atado” el mantenimiento de las instituciones de su régimen. En aplicación de ese plan, el borbón juró, ante las  Cortes franquistas, su fidelidad a los “principios fundamentales del Movimiento Nacional”, en su proclamación como rey. Y mantuvo como presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro, que inició su carrera política como fiscal en la represión en Málaga, en 1937, y que después se distinguió, entre 1957 y 1965,  al frente de la Dirección General de Seguridad en su labor represiva contra la oposición política.

Pero la irrupción de un potente movimiento de masas, con características prerrevolucionarias, de la clase trabajadora, la juventud y los pueblos de todo el Estado, hizo fracasar esos planes.

Ese movimiento empezó por imponer, de hecho, las principales libertades democráticas.

Desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en huelgas laborales. Como la huelga estaba prohibida, cada huelga se convertía en una huelga  política que imponía el derecho de huelga.

Cientos de miles de personas organizaron manifestaciones y participaron en ellas. Eran ilegales, pero la policía se veía impotente para evitarlas. Y no porque no lo intentara. En 1976, hubo periodos en que cada día había un manifestante muerto a manos del policía.

Al mismo tiempo, en fábricas y centros de estudio, miles de militantes rompían la clandestinidad y proclamaban en público su pertenencia a organizaciones políticas o sindicales prohibidas, imponiendo al régimen, incapaz de encarcelarlos a todos, la actuación abierta de las mismas. Un proceso que culminó en la celebración, en Madrid, del 15 al 18 de abril de 1976, del  XXX Congreso de la UGT, haciendo frente a una prohibición que el régimen no puedo hacer efectiva. Con este acto se firmaba el acta de defunción del sindicato vertical, que el régimen (y la dirección de las CCOO) querían mantener.

La libertad de expresión y de prensa se conquistó desafiando las prohibiciones del régimen por medio de la publicación y reparto de panfletos y periódicos obreros.

La dictadura coronada no se podía mantener. Y empeñarse en defenderla por la fuerza ponía en peligro el propio régimen capitalista al que el régimen servía. En junio de 1976, durante su primer viaje al exterior, a los EEUU, donde se entrevistó con el presidente USA, Juan Carlos de Borbón declara, por primera vez, que quiere presidir una “monarquía democrática”. Para aplicar esa propuesta, nombra presidente a Adolfo Suárez, que hasta entonces era el ministro-secretario general del Movimiento Nacional. El instrumento de ese trabajo fueron los pactos de la Moncloa.

Los pactos de la Moncloa

En octubre de 1975 se celebran conversaciones en el Palacio de la Moncloa entre representantes del gobierno y los dirigentes del PSOE, el PCE, el PNV y CiU. Como resultado de estas negociaciones, el 25 de octubre se firmaban un pacto económico y otro político.

En virtud del acuerdo político, el régimen admitía las libertades democráticas (que ya le habían sido impuestas, de hecho, por el movimiento obrero y popular) y, a cambio, los representantes de los partidos obreros y nacionalistas aceptaban el mantenimiento de la Monarquía y, con ella, de las principales instituciones del Estado franquista -cuerpos represivos, aparato judicial, ejército…- sin depuración alguna (pero aceptando la limpieza que en ellos había hecho la dictadura). También se aceptó la impunidad de los crímenes del franquismo, no tocar las fortunas amasadas bajo la dictadura (incluso las conseguidas utilizando trabajo esclavo), y el respeto de las sentencias de la represión. A todas esas instituciones se las declaró convertidas en democráticas. Incluso el Tribunal de Orden Público se mantuvo, convertido en Audiencia Nacional.

Quedaron sin reconocer -con la anuencia del PNV y de CiU- los derechos de las nacionalidades y, en particular, el derecho a decidir libremente sobre su futuro.

Unas libertades más que mediatizadas

Todas y cada una de las libertades y derechos arrancados fueron estrictamente limitados, y cada vez lo son más.

El derecho de huelga se ve condicionado por periodos de preaviso obligatorios que impiden responder de manera inmediata a una agresión patronal, y por la imposición de servicios mínimos que llegan a un 90 o incluso un 100%. En vano se recurren ante los tribunales, ya que éstos, si se pronuncian contra ellos, sólo lo hacen un año o dos después de haberse realizado la huelga. Y atacado directamente por el artículo 315.3 del código penal, artículo franquista a cuyo amparo más de 300 sindicalistas han sido procesados por organizar piquetes de huelga, con peticiones de años de cárcel.

El derecho de manifestación se ve sometido también a preavisos de 10 días, y queda en manos de las Delegaciones del Gobierno, que pueden prohibir arbitrariamente manifestaciones pacíficas (como sucede en estos momentos con las manifestaciones en Madrid contra la política sanitaria del gobierno Ayuso).

La libertad de expresión y de prensa queda sometida a las normas que imponen el delito de “apología del terrorismo”, los “delitos contra la corona”, “de odio” y “contra los sentimientos religiosos”. Ahí están, como casos más recientes, el de Pablo Hassel y el de Valtonic.

El derecho de organización se somete a las distintas leyes “antiterroristas”, que permiten al poder judicial disolver organizaciones políticas.

La libertad sindical se ve recortada por las sucesivas reformas laborales, que ponen en cuestión el derecho a la negociación colectiva, que está en el corazón de la actividad sindical.

En cuanto a los derechos de los pueblos, baste con recordar el apaleamiento masivo por parte de las fuerzas represivas de los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña que querían ejercer pacíficamente su derecho al voto el 1 de octubre de 2017, y la persecución judicial contra los dirigentes republicanos catalanes.

Y todo ello bajo el control de un poder judicial franquista, que destituye a parlamentarios y presidentes de comunidades autónomas, decide las fechas de elecciones, persigue a políticos y cantantes y, sobre todo, se erige, obedeciendo las órdenes de su amo el Rey, como perseguidor implacable de los republicanos catalanes.

Ahora, cuando las libertades están siendo atacadas en todo el mundo, todo esto se agrava. El dominio del capital se  afirma sobre la base de la profundización de la crisis, y se hace cada vez más incompatible con las libertades. En el Estado Español, cada día se pone de manifiesto con más fuerza el carácter represivo y liberticida del estado de alarma, que permite recortar las libertades con excusas “sanitarias” que cada vez  cree menos la gente.

Y todo ello bajo la presidencia de la corrupta dinastía borbónica, que vive a pleno lujo y se permite educar a sus hijos en colegios de 75.000 euros, mientras la escuela pública languidece, la educación universitaria se deteriora con la “enseñanza telemática”, millones esperan el IMV o sobreviven a duras penas en los ERTE con un 75%, como mucho, de su salario desde hace meses.

La única democracia posible es la que se construya sobre las ruinas de este entramado, en la lucha por las reivindicaciones y la república. República que imponga las libertades democráticas y nacionales y los derechos sociales.

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