Notas editoriales de La Verdad nº 105 – abril de 2020
La humanidad se encierra. En el momento en que escribimos, 15 000 muertos, millones de personas contagiadas, 2 600 millones confinados como en la Edad Media. Después de Europa y algunos países de Asia, y después de una parte de los Estados Unidos y Sudáfrica, la India acaba de decidir el confinamiento de 1 000 millones de ciudadanos. ¿Cómo no ver en esta decisión la creación de un vasto campamento en el que morirán muchos indios? ¿E Irán y Venezuela bajo el embargo? ¿Y el pueblo palestino «confinado» en el campamento que es la franja de Gaza, sometida también al embargo? Y en todas partes, servicios sanitarios que explotan… La pandemia de coronavirus provoca un verdadero seísmo en el mundo entero. A la crisis sanitaria se suma una crisis económica y social. El capital amenaza con destruir a toda la humanidad.
¿Una crisis económica?
No es el virus lo que ha provocado esta crisis. La pandemia no es más que un revelador y un acelerador de la crisis del sistema capitalista.
Y ésta es anterior a la pandemia. Desde hace meses, numerosos economistas alertaban de la llegada de una nueva crisis financiera, más profunda y más brutal que la de 2008. La marcha hacia la dislocación del mercado mundial ya estaba ahí.
En octubre de 2019, el Fondo Monetario Internacional (FMI) señalaba en su informe anual[1]:
«La economía mundial atraviesa una ralentización sincronizada: de nuevo se ha revisado el crecimiento para 2019 a la baja, en un 3%, es decir, su ritmo más lento desde la crisis financiera mundial (…). Ralentización generalizada de la industria manufacturera y del comercio mundial (…). La subida de los aranceles y la prolongada incertidumbre que envuelve las políticas comerciales han conllevado un descenso de las inversiones (…). La industria automovilística atraviesa también una contracción.»
Si bien la política de Trump, su recurso al proteccionismo, es ilusoria –ya que nada puede impedir a los trust orientar sus inversiones fuera de las fronteras de los Estados Unidos–, no por ello tiene menos efectos directos sobre la economía mundial, y en particular sobre sus «aliados» europeos a golpe de tasas y restricciones, enfocadas principalmente a la industria automovilística alemana, un pilar de esa economía.
Lo que además se materializó también, antes incluso de la pandemia, en el anuncio a comienzos de 2020 de la caída del mercado automovilístico europeo (con una bajada global del 7,4%), entre ellos el mercado alemán que cayó un 10%.
Del mismo modo, la crisis del petróleo se desarrolla desde hace muchos meses. En esta situación de sálvese quién pueda, Arabia Saudí, en represalia a la negativa de Rusia de acatar las decisiones de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), anunciaba la bajada del precio de su barril y el aumento de su producción, provocando así una deflagración mundial.
Fatih Birol, director de la Agencia Internacional de la Energía[2], se alarma:
«Este juego de ruleta rusa es asombroso cuando la economía mundial está particularmente debilitada. Sus consecuencias pueden ser muy graves (…). El riesgo de crisis social y las amenazas sobre la estabilidad se acrecientan.»
«Crisis social»: la palabra se queda corta. Expresa el temor a ver cómo se profundiza la crisis en los países productores, que dependen básicamente de los ingresos del petróleo. Es el caso de Argelia, que depende en un 98% de sus ingresos energéticos, donde la movilización popular contra el régimen se ha levantado contra la ley que privatiza parcialmente los hidrocarburos.
Toda esa gente está aterrorizada por las movilizaciones masivas en Argelia, en Asia o en América Latina, que se levantan contra este sistema.
Ahora bien, el mundo entero está afectado, incluidos los Estados Unidos, autosuficientes en petróleo y que, con la extracción de gas de esquisto, han pasado a ser exportadores (en 2008, el petróleo estadounidense representaba el 9% de la producción mundial; en 2019, representa el 17%). Ya que la bajada del precio del barril golpea directamente a la producción estadounidense, hundiéndola por debajo de su umbral de rentabilidad. «La resiliencia de los productores estadounidenses dependerá también de la magnitud de los daños en los mercados financieros, sus socios capitalistas», subraya el diario francés Le Figaro (10 de marzo de 2020).
Eso es lo esencial: los mercados financieros. En efecto, la crisis actual no es una crisis «económica». Es producto de la agonía de un régimen social que ha caducado, que se ha mantenido a costa de dos guerras mundiales provocando decenas y decenas de millones de muertos, ¡y que hoy sume de nuevo a la humanidad en la barbarie para preservar los «mercados financieros»!
Los mercados financieros, la ley del capital
Como indicaba el Fondo Monetario Internacional (FMI) en octubre de 2019[3]:
«Los mercados financieros se han visto sacudidos por las fluctuaciones vinculadas a las tensiones comerciales y por las crecientes preocupaciones que inspiran las perspectivas económicas mundiales (…). En su búsqueda de rendimiento, los inversores institucionales podrían exponerse de una manera que amplificaría los choques en los momentos de tensión en los mercados: las similitudes observadas en las carteras de los fondos de inversión podrían amplificar un hundimiento del mercado.»
Esta inestabilidad de los mercados viene acompañada de una situación en la que miles y miles de millones no se invierten en la producción, ya que la valorización de esos capitales no está asegurada.
Warren Buffet explica así a los accionistas de su fondo de inversión, Berkshire Hathaway, que a finales de 2019 se había acumulado una tesorería de 128 000 millones de dólares, puesto que no había encontrado aún adquisiciones suficientemente rentables. Pero no es el único, son muchos los que están en ese caso. Alphabet, la casa madre de Google, es la más rica en liquidez ¡con 177 000 millones de dólares en reservas dinerarias!
Es lo que la prensa llama la «financiarización de la economía», que está en su apogeo. La especulación domina la economía: «hundiéndose bajo la liquidez, los grandes grupos intentan estimular el valor de sus acciones recomprando títulos por miles de millones», indicaba el diario suizo Le Temps, en marzo de 2019. Siendo ya moneda corriente en Estados Unidos, las recompras de acciones proliferan en Europa. A golpe de miles de millones, esas empresas recompran acciones a fin de valorizar su precio al alza, lo que satisface a los accionistas, ya que «la recompra de acciones presenta la ventaja de ser mucho más flexible que un dividendo». En efecto, los dividendos están sometidos a las vicisitudes del mercado y a los resultados de las empresas.
«Caída de ventas de Iphone, pero Apple se comporta muy bien en Bolsa (…). La acción ha registrado una subida del 27% (…). Un ejemplo más de que las cosas, en este ámbito, están a veces desconectadas de la realidad (…). Intentando hacer olvidar esta situación, Apple acaba de dotar su programa de recompra de acciones con 75 000 millones de dólares más y de aumentar los dividendos a los accionistas en un 5% (…). Si bien desde 2015, Apple ha gastado ya 363 000 millones de dólares en recomprar acciones o pagar dividendos a sus accionistas» (extractos de Numériques)[4].
Como señala un estudio económico publicado por el diario belga L’Echo en febrero de 2019[5]:
«La suma de todos los programas de recompra de acciones de las 500 empresas más grandes estadounidenses supera por primera vez el billón de dólares (…). La recompra de acciones sigue siendo una manera eficaz de sostener la cotización bursátil. Si las acciones recompradas se destruyen, disminuye el número de acciones en circulación, lo que permite repartir los beneficios sobre menos acciones. En otras palabras, el accionista percibe una porción más grande del pastel (…). Un estudio estadounidense ha demostrado que, pasados cuatro años, las empresas que recompraban sus acciones para destruirlas registraban una cotización superior en un 24% a la de sus competidores que no practican la recompra de acciones.»
No estando garantizada la valorización del capital mediante inversiones productivas, es preciso encontrar otras vías. La de la especulación, la de los capitales ficticios, lo que se llama la burbuja financiera, que puede estallar en cualquier momento, como está haciéndolo hoy a consecuencia de la pandemia. Es el parasitismo imperialista que todo lo destruye.
Los grandes fondos de inversión, que defienden los intereses de sus clientes, empujan a las empresas a reestructurarse, es decir, a despedir. Esos planes de reestructuración de empresas (a menudo ampliamente rentables) son siempre saludados en Bolsa con una subida del precio de la acción.
Esos fondos presionan asimismo para hacer saltar todas las normas, las reglas que constituyen barreras a su expansión. Esos miles y miles de millones que no encontraban dónde invertir avivan la exigencia del capital: que se abra la protección social (pensiones, seguridad social) al sector privado. Recientemente hemos visto al patrón del gran fondo de pensiones estadounidense Blackroch congratularse por la reforma de las pensiones en Francia.
El mercado privado de la sanidad, como en Estados Unidos, es jugoso. Razón por la que los grandes grupos de sanidad privados estadounidenses presionan en contra de cualquier sistema de seguridad social público, en detrimento de millones de norteamericanos que no tienen acceso al sistema sanitario. Del mismo modo, en Chile, el sistema de fondos de pensión privados, instaurado por Pinochet, conduce a la ruina a millones de chilenos.
Ese parasitismo inherente al imperialismo se ha desarrollado de manera exponencial desde los años 1960-1970. En 1971, en plena guerra de Vietnam, el imperialismo estadounidense, al decidir romper la convertibilidad del dólar en oro (cuestionando de facto los acuerdos de Bretton Woods firmados tras la Segunda Guerra Mundial), erigía el dólar como moneda de referencia a escala mundial en detrimento de sus «aliados», pero concentrando al mismo tiempo sobre él todas las contradicciones del mercado mundial: al hacerlo, el «remedio» agravó la crisis.
«La amenaza se ha agravado aún considerablemente porque el sector de la economía de armamento es alimentado por los estados burgueses que lo financian con la inflación de crédito y de moneda, con manipulaciones financieras de toda clase que acaban creando una masa creciente de capitales ficticios de los que sólo una parte cada vez más débil llega a invertirse en la producción.
Ahí, y sólo ahí, reside la causa de la crisis del sistema monetario internacional (…). Los desequilibrios de las balanzas comerciales y de pagos, y principalmente el desequilibrio de las balanzas estadounidenses y europeas, que están en el centro de la formación de enormes capitales ficticios, traducen el impasse de una economía basada en la propiedad privada de los medios de producción»[6].
De esto hace 50 años. Hemos llegado a la fecha límite. La amenaza de dislocación aviva la competencia entre los trust para atraer nuevos accionistas y eliminar a sus competidores. La concentración capitalista se desarrolla a golpe de OPA, de fusiones-adquisiciones, poniendo en movimiento cientos de miles de millones (léase en página 35 el artículo sobre la concentración).
Lenin, en su obra sobre el imperialismo, había explicado que el capital se asfixiaba dentro de las fronteras nacionales: de hecho, los monopolios y los trust se han emancipado de los marcos nacionales que les suponen impedimentos, pero que utilizan sin embargo como instrumentos de mantenimiento del «orden» -es decir, la represión contra los trabajadores y los pueblos- y de «ayudas» a los trust.
Hay que salvar al capital
Con la aceleración de la crisis por la pandemia, las Bolsas se hunden, la industria está al ralentí. «Sólo en París, desde que comenzó la caída, se han esfumado 190 000 millones de euros (…). En el mundo, han desaparecido alrededor de 6 billones de dólares de capitalización desde principios de semana» (en el diario francés Les Echos, 1 de marzo de 2020). 6 billones de dólares volatilizados: aquí se revela de manera brutal el parasitismo de la economía capitalista.
Si comparamos, por ejemplo, los 190 000 millones destruidos en una semana en la Bolsa de París con el presupuesto de la escuela pública (53 000 millones) o la investigación pública (28 000 millones), podemos constatar el carácter reaccionario del régimen de la propiedad privada.
Estados, gobiernos, instituciones internacionales y bancos centrales han reaccionado inmediatamente ante esta crisis.
Esos mismos Estados y gobiernos que, hasta ahora, rechazaban todas las reivindicaciones y organizaban contrarreformas destructivas en nombre de los «necesarios ahorros», desbloquean sumas considerables para «ayudar a las empresas».
En Estados Unidos, Trump ha desbloqueado una primera partida de urgencia de 300 000 millones de dólares, y la FED, el banco central estadounidense, ha desbloqueado 1,5 billones (es decir, casi el equivalente del total de beneficios de las empresas estadounidenses amasado el año pasado: ¡2 billones!).
En la Unión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) ha liberado 750 000 millones de euros, lo que se añade a las sumas facilitadas por los Estados (300 000 millones en Francia, 700 000 millones en Alemania, etc.). Es una nueva confirmación de que los gobiernos, en palabras de Marx, son sin lugar a dudas «el consejo de administración de la burguesía».
Inmediatamente, esos anuncios han hecho que las Bolsas empiecen a recuperarse: en Francia + 5,9%, en Alemania + 5,2%, en Londres + 3,2%. Pero esto es pasajero. La crisis está ahí.
Inversamente, esta situación arroja a la miseria a cientos de millones de seres humanos.
En los países de Europa, el paro parcial (sin hablar siquiera de los despidos) conlleva un descenso importante de los ingresos de los trabajadores y arroja a la miseria a todos los precarios, sin derechos, que se encuentran de nuevo sin nada.
En muchos países, especialmente en Asia, donde se habían instalado empresas extranjeras (deslocalizaciones) buscando asegurarse el menor «coste» posible del trabajo y una total desreglamentación, esta ralentización de la producción y del comercio mundial echa a la calle a decenas de millones de trabajadores.
En África, en unos días, el capital financiero a repatriado –para ponerlos a resguardo en Europa y en Estados Unidos- 60 000 millones de «inversiones» (¡sic!), agravando así la ya alarmante situación de los países africanos.
Lo que llaman «mundialización» y «deslocalizaciones» no son otra cosa que la ley del capital llevada a su paroxismo. En esta fase de agonía del capitalismo que es el imperialismo, le es indispensable golpear a la clase obrera y a los pueblos para sobrevivir.
Para hacerlo, debe intentar aumentar la tasa de plusvalía (y repartir los beneficios que de ella se desprenden), rebajando el «coste» del trabajo. Tal es el sentido de las deslocalizaciones hacia los países donde ese «coste» es reducido y donde no existen reglamentaciones ni normas de protección, permitiendo la sobreexplotación de los trabajadores.
Según las cifras de la OIT, en 2018, 168 millones de niños menores de 15 años trabajaban en el mundo (de ellos 78 millones en Asia y 60 millones en África).
Con este mismo objetivo, el capital, utilizando esta situación de deslocalización y en nombre de la competitividad, impulsa en los países imperialistas las contrarreformas destructivas de los códigos laborales, de las pensiones, en el marco de la máxima desreglamentación.
En una crónica del diario de la City de Londres, el Financial Times[7], puede leerse:
«Económicamente, el coronavirus es comparable al temblor de tierra que provocó el accidente nuclear de Fukusima, a la guerra comercial China-Estados Unidos y a otras conmociones mundiales. Lo que tienen en común es que demuestran el peligro de la concentración de las cadenas de abastecimiento.»
Esta pandemia revela abiertamente la fragilidad del sistema capitalista en crisis, sometido a los menores avatares y cambios de la situación mundial.
«No había, en ese comienzo de año, márgenes de maniobra para un accidente. El accidente se ha producido: el de la Covid-19 en China. La economía del país está ahora rota. Su producción de carbón se ha reducido en un 38%. Una catástrofe para la economía mundial. China concentra cadenas de valor que suponen un 75% del crecimiento del comercio mundial. La producción mundial sólo aumentó un 2,9% en 2019 –el ritmo más lento desde la crisis financiera de 2008-2009-, a tan sólo 0,4 puntos del umbral del 2,5%, generalmente asociado a una recesión mundial» (Les Echos) [8].
Lo que subraya la dependencia del mercado mundial respecto de China. La burocracia china, tras aplastar en sangre la revuelta de Tiananmen en 1989, y reforzar su dictadura sobre las masas, comenzó a abrir progresivamente el país al capital extranjero, proporcionándole una mano de obra sumisa y manejable a voluntad. El hundimiento del Kremlin en la URSS dio el toque de alarma a la burocracia china. Necesitaba protegerse de las masas acercándose al imperialismo. Con el desarrollo de las empresas públicas y privadas, China pasó a ser el «taller del mundo», según la expresión consagrada.
Pero cuanto más avanzaba el desarrollo de la industria, más se insertaba China en el mercado mundial, y por lo tanto en la división internacional del trabajo. Así pues, pasaba a su vez a ser cada vez más dependiente.
La reorientación del imperialismo estadounidense, impulsada por Trump a través de la guerra comercial con China, obligó a la burocracia a cerrar un acuerdo bilateral que cuestiona algunas reglas, normas y tasas (sin que ello permita no obstante a Trump lograr la relocalización de industrias norteamericanas hacia Estados Unidos).
La burocracia china está atenazada. Obtiene su posición política y económica del monopolio del poder político en el interior. Desde hace veinte años, ha abierto progresivamente numerosas brechas en la economía surgida de la expropiación del capital en 1949. Pero no ha podido ir hasta el final en ese cuestionamiento que exige el capital internacional, ya que eso amenazaría su posición de casta privilegiada, una casta cuya naturaleza es fundamentalmente burguesa. Una casta burocrática que, cada vez más abiertamente, ha hecho suyos todos los rasgos caricaturescos de la burguesía en descomposición. Y, frente a ella, la clase obrera no permanece inerte.
Estos últimos años se han producido numerosas huelgas en China, a menudo victoriosas, y la movilización en Hong Kong ha dado la voz de alarma para una burocracia aterrorizada ante la idea de que esa clase de movilización pueda producirse en China continental, movilizando a cientos de millones de trabajadores.
Crisis de la dominación de clase
Esta crisis no se limita a la burocracia china, golpea al conjunto de los Estados, y mucho antes de la pandemia. Toda la dominación política de la burguesía está en entredicho, en cada país y a escala internacional. Es el producto combinado de la crisis del sistema capitalista y de la resistencia de los trabajadores y los pueblos. El último ejemplo, cronológicamente, son las movilizaciones revolucionarias que surgieron en 2019 prácticamente en todos los continentes, pero también la resistencia cotidiana en todo el mundo.
En Estados Unidos, la inaudita elección de Trump expresó la crisis mayúscula de la clase dominante estadounidense con una desarticulación del sistema bipartidista (demócratas-republicanos), ilustrada también en el hecho de que Sanders, que se presenta como «socialista» recogiese 16 millones de votos en las primarias del Partido Demócrata.
Esas elecciones han puesto de manifiesto la fractura de la sociedad estadounidense, el rechazo de las «élites» demócratas y republicanas por amplísimos sectores de la sociedad norteamericana, y en particular por los obreros de las zonas industriales devastadas.
Frente a esto, los anuncios de Trump, a menudo caóticos, se inscriben en una perspectiva ilusoria: restablecer la producción en Estados Unidos. Su agresivo «America First», que sin embargo nada puede hacer para obligar a los trust estadounidenses a volver a casa, alimenta en cambio desórdenes mundiales y agudiza la crisis de sus «aliados», cuando éstos están ya sumidos en una crisis profunda.
No es una crisis política coyuntural, sino una crisis de los límites del capital del Viejo Continente reducido a la mínima expresión, principalmente a causa de las relaciones entre Estados Unidos y China que dominan la economía mundial.
En Alemania, es la crisis de la «gran coalición», en Francia, la de Macron frente a la movilización de los Chalecos Amarillos y después el movimiento de la clase obrera contra la «reforma» de las pensiones. Esos dos «pilares» de la Unión Europea están en crisis. Por no hablar de la lenta descomposición de la potencia imperialista que es Gran Bretaña con el Brexit. Pero también Italia, España, etc.
Esta crisis de los Estados golpea también de muerte a las instituciones de la Unión Europea. Todas las formas institucionales son rechazadas, en particular los partidos que se han repartido el poder para aplicar las mismas políticas. Ilustrativas son las últimas elecciones en Gran Bretaña, en Alemania y en Francia, que han visto hundirse, casi desaparecer, a los partidos de la socialdemocracia. Pero todos los partidos están tocados por ese rechazo.
Ese «degagisme»[9] expresa el rechazo de los viejos partidos, en otro tiempo partidos obreros, que han traicionado a las masas para defender el sistema capitalista.
En los países de África, de Asia, de América Latina, los gobiernos establecidos están sometidos a las exigencias del imperialismo. Y si no se pliegan a ellas por completo, como Venezuela e Irán, se ven sometidos a sanciones y embargos –aún mantenidos- que agravan la situación en esos países frente a la pandemia. ¡Un nuevo crimen del imperialismo!
En esta situación surgió, el año pasado, una ola revolucionaria a escala internacional, que se expresó con particular fuerza en Chile, en Hong Kong, en Argelia, en Líbano y en Iraq. Se trata de una verdadera revuelta de los pueblos por su supervivencia. Surgida de una reivindicación a menudo menor (como el precio del billete de metro en Santiago), la movilización ha puesto en marcha a decenas de millones de hombres que, en diferentes continentes, en diferentes lenguas, defienden idéntica consigna: «¡Fuera! ¡Fuera todos!» (véase artículo sobre Oriente Medio en página 29).
De modo que lo que está planteado es la cuestión del poder. Cualquiera que sea la consciencia que de ello tengan, las masas, al levantarse para sobrevivir, se levantan contra los regímenes y el capitalismo que las destruyen.
En Argelia, el rechazo del 5º mandato del presidente Buteflika se ha transformado en una exigencia de acabar con el régimen. Y en un país como Argelia, esta reivindicación democrática está cargada de un contenido económico y social: «En 1962 liberamos la tierra, ahora vamos a liberar al pueblo».
En efecto, la revolución argelina que echó al colonialismo francés fue confiscada por una pequeña casta pequeñoburguesa que instituyó el monopolio del poder político en sus manos. Forzada por el carácter mismo del país, y por la salida de los colonos, a nacionalizar buena parte de su economía, esta casta no la ha gestionado en beneficio del pueblo, sino de sus intereses propios, generando una capa parasitaria de oligarcas que saquean el país.
Esta capa dirigente ha sometido al país a las reglas y exigencias del mercado mundial en detrimento de la población trabajadora, arrojada a la precariedad y la miseria.
Así pues, es natural que la movilización revolucionaria de las masas argelinas lleve implícitas las reivindicaciones democráticas, económicas y sociales. A este respecto, es significativa la movilización espontánea de las masas con la consigna «¡El petróleo es argelino!» provocada por el anuncio de un plan de privatización parcial de los hidrocarburos.
Ya que en los países dominados, oprimidos por el imperialismo que quiere dictar su ley, la defensa de la soberanía nacional exige la soberanía del pueblo sobre la economía y la ruptura de los vínculos de subordinación al mercado mundial, dominado por el capital.
En este sentido, cualquiera que sea el actual desarrollo a causa de la pandemia, el proceso revolucionario en Argelia, planteando la cuestión del poder y de la soberanía, tiene un alcance mundial.
En Chile, a partir de su reivindicación inicial (el precio del billete), la movilización ha desembocado en el cuestionamiento del régimen, en particular a través de la cuestión de los fondos de pensiones privados, herencia de la dictadura de Pinochet (léase artículo sobre Chile en página 17).
Todos los regímenes, los de los países imperialistas y los de los países dominados, están dispuestos a todo para preservar el orden establecido. Por un lado, desbloquean miles de millones para los patronos y, por otro, exigen a los trabajadores y a sus organizaciones que participen «solidariamente» en el esfuerzo nacional.
Muy recientemente, esos regímenes desencadenaban la represión feroz en Iraq y en Chile, igual que en Argelia y en Francia. Hemos asistido también al fortalecimiento de los mecanismos coercitivos de clase y a nuevas leyes liberticidas, subrayando así la verdadera naturaleza de los Estados burgueses.
Y ahora, utilizando la pandemia que es un peligro verdadero, apelan a la «unión sagrada». En nombre de la lucha contra el virus, debería cesar toda oposición de clase, toda reivindicación. Esos gobiernos intentan, no sin éxito, asociar a los partidos de «oposición» y, sobre todo, a las organizaciones sindicales.
En algunos países de Europa se han cerrado «acuerdos» contrarios a la vocación de las organizaciones sindicales. Desde este punto de vista, el elemento más avanzado se da en Portugal, donde el Parlamento -«izquierda» y derecha aunadas- acaba de votar como tal la prohibición del derecho de huelga, en el marco de las medidas adoptadas «para luchar contra la pandemia».
Pero, pese a las dificilísimas condiciones ligadas a las circunstancias de la pandemia, los trabajadores obligados a acudir al trabajo a pesar de los confinamientos decretados, intentan defenderse. En Francia, en España, en Italia (donde las federaciones metalúrgicas de Lombardía han llamado a una huelga general si no se reúnen las condiciones de seguridad), en Brasil y en Chile (con un llamamiento de la plataforma Unidad Social a la huelga general contra la situación impuesta a los trabajadores), se desarrollan movimientos de trabajadores con sus organizaciones sindicales en diferentes sectores, apelando al derecho de retirada, a la huelga para exigir que se respeten las condiciones de seguridad sanitaria. Incluso en condiciones difíciles, a pesar de la propaganda de la «unión sagrada», la división de la sociedad en clases no ha desaparecido y la lucha de clases tampoco.
Un acta de acusación
Y por una buena razón: no ha desaparecido, puesto que cualquiera puede ver la responsabilidad de los regímenes y gobiernos en la situación actual.
La pandemia es una realidad. Pero otra realidad es la incapacidad de afrontarla por las políticas implementadas durante decenios en nombre de los «necesarios ahorros».
En Europa, la política de austeridad impuesta por los diferentes gobiernos de la Unión Europea (UE) en nombre de la regla del 3% de la deuda pública respecto del Producto Interior Bruto (PIB) ha acarreado una verdadera destrucción de los servicios sanitarios, provocando hoy la catástrofe sanitaria. Los hospitales italianos explotan: se selecciona a los enfermos, «eligiendo» los que pueden vivir y los que deben morir. La situación de los sanitarios es tal que ha habido que traer, para ayudarlos, 50 médicos de China, 60 médicos de Cuba y 200 de Rusia, ¡pero ninguna «ayuda» de la UE! Italia, en ese sentido, no es más que una expresión avanzada de una situación general.
El ejemplo de Francia es significativo. Antaño ponderada por la calidad de sus sistema sanitario, éste se encuentra hoy incapacitado para afrontar la epidemia. Desde hace un año, el personal hospitalario se ha movilizado, ha ido a la huelga, para denunciar la alarmante situación en los hospitales. En diez años, ¡se han cerrado 17 500 camas en nombre de la rentabilidad! Ni contrataciones ni reposiciones de los que se jubilan, faltan decenas de miles de sanitarios. En situación normal, el hospital estaba ya al borde de la ruptura, con la epidemia, llega la explosión.
A esas difíciles condiciones para el personal sanitario se añade el escándalo de la penuria de material de protección, en particular mascarillas. Hace diez años, las reservas del Estado contaban con 1 000 millones de mascarillas quirúrgicas y 600 millones de mascarillas de tipo FFP2. Hoy quedan 80 millones, cuando sólo el personal hospitalario necesita millones cada semana.
Pero las reservas resultan caras. El 27 de julio de 2011, una nota de la Dirección General de Sanidad preconizaba «no renovar una parte de las mascarillas». Sin embargo, el Alto Consejo de Sanidad, en esa época, pedía el mantenimiento de las mascarillas FFP2 «como mínimo para todo el personal expuesto a un elevado riesgo, considerando el persistente riesgo de pandemia».
Un nuevo arbitraje en 2013 no es favorable a mantener las reservas de mascarillas FFP2, consideradas «demasiado costosas». Así pues, se liquidaron las reservas para «ahorrar». Hoy, la población paga el precio y, en lugar de practicar una detección sistemática, el gobierno confina a la población.
El gobierno francés pretende que no es necesario realizar esa detección durante la pandemia y por lo tanto sólo hace 4 000 detecciones al día, mientras que Alemania hace 12 000 y Corea del Sur 20 000. Acorralado, el ministro de Sanidad ha tenido que reconocer que no podía hacer más a falta de suficientes kits, que se fabrican en el extranjero, principalmente en China. ¿Quién organiza, pues, este caos, sino ellos que son vasallos del capital? Lo mismo sucede con el insuficiente número de respiradores. Es la ley del capital que golpea los sistemas sanitarios.
En Estados Unidos, donde los hospitales son privados en su mayoría, el sistema de seguros privados impide el acceso a la atención sanitaria a millones de norteamericanos. En el país más rico del mundo, 320 millones de estadounidenses tienen unos seguros sanitarios muy variados, con unos precios y prestaciones igualmente muy variados. 50 millones de personas tienen seguros muy deficientes, y 28 millones carecen por completo de ellos. Es «el caso de esta americana, Danni Askini, que ha padecido la Covid-19 y felizmente lo ha superado. No teniendo ninguna cobertura sanitaria, ha recibido una factura de 34 000 dólares por su tratamiento y los test» (Huffpost, 20 de marzo).
Además, en un país donde los convenios colectivos –cuando los hay- se aplican empresa a empresa, el 25% de los asalariados no tienen derecho a permisos por enfermedad. Llegan incluso al 42% en el sector servicios, en particular en la restauración, y al 33% en la industria. Y, evidentemente, la población más golpeada es la de los pobres, los negros y los latinos.
En Europa, dependiendo de los países, hay entre 3 y 7 médicos por cada 100 000 habitantes, según un estudio de la OMS. 0,8 en India y Sudáfrica, y ninguno en muchos países africanos. Siendo el mínimo estricto según la Organización Mundial de la Salud (OMS) 20 médicos por 100 000 habitantes, es decir, un médico para 5 000 personas, lo que tampoco es mucho. En África subsahariana, el número de médicos por 100 000 habitantes ¡es entre 3 y 5! La mitad de las mujeres que mueren cada año en el mundo por complicaciones en un embarazo o un parto son africanas.
En Zimbabue, siempre según la OMS, el hospital de la capital dispone de 300 camas, 3 de ellas de reanimación, todas ocupadas ya.
Afganistán dispone en total de 30 respiradores para 42 millones de habitantes. El paludismo, enfermedad curable, mata cada año a medio millón de personas, en su mayoría en África. En 2004, a propósito de la cumbre de Kioto sobre el clima, Richard Trente, director de la asociación Africa Fighting Malaria, declaraba:
«Mueren porque son demasiado pobres para disponer de medicamentos. Mueren porque los gobiernos de los países ricos no quieren financiar medidas que salvarían vidas, como pulverizar con insecticida las casas, porque esos gestos no son conformes a la idea que se hacen de la “sostenibilidad medioambiental”. El paludismo es una enfermedad compleja, pero el mejor remedio para los habitantes de las zonas infectadas es escapar a la pobreza. El tratado sobre el calentamiento global y el protocolo de Kioto no les serán de ninguna ayuda.»
Frente a esta pandemia de la Covid-19, «3.000 millones de seres humanos carecen incluso de las herramientas básicas para protegerse, agua corriente y jabón», advierte un informe de expertos de Unicef. «Mientras que el virus avanza hacia los países con bajos recursos, nos preocupa mucho el impacto que podría tener en poblaciones donde el índice de prevalencia del VIH es importante, o en niños mal nutridos», alerta la dirección de la OMS. ¡Esas poblaciones mueren y van a morir de pobreza! Mueren de imperialismo.
El capital es responsable
Las cifras que presentamos a continuación son cifras oficiales de la OMS, de la ONU, de la Unesco, de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), etc.
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- Seis millones de seres humanos mueren de rubeola cada año. Enfermedad para la que existe vacuna y tratamiento.1,5 millones de muertos por tuberculosis (enfermedad que se cura).
- 435.000 muertes por paludismo, principalmente niños. Cada dos minutos, muere un niño por paludismo (enfermedad que se cura).
- Mortalidad infantil: 9 millones.
- 821 millones de seres humanos padecen hambre. 10 millones de ellos mueren cada año.
- Hay 200 millones de parados en el mundo.
- 2 000 millones de personas trabajan en el sector informal y precario, es decir, el 60% de la población activa del mundo.
- Hay 270 millones de accidentes laborales cada año, en los que mueren 3 millones.
- Las guerras activas que han causado más de 100.000 muertos. Afganistán desde 2015: 100.000. Siria: 380.000. Sudán: 25. 000. Yemen: 100 000. 2.000 multimillonarios a escala mundial detentan dos tercios de la riqueza de la humanidad.
- En Francia, el 10% más rico posee el 50% de la riqueza del país.
- Bernard Arnault, el P-DG del grupo LVMH, posee 92.000 millones de euros, lo que lo convierte en la primera fortuna de Francia y de Europa y la segunda mundial.
- La cifra de negocios de las grandes industrias militares asciende a 420.000 millones de euros.
- Los diez mayores trust farmacéuticos tienen una cifra de negocios de 323.000 millones de euros y han pagado a sus accionistas 60.000 millones en 2019.
Este cuadro es un acta de acusación del sistema capitalista. En un un lado, los muertos por enfermedad, guerra, hambre, accidentes laborales; en el otro, 2 000 multimillonarios que detentan dos tercios de la riqueza de la humanidad. La minoría capitalista frente a la mayoría explotada y oprimida, dos clases con intereses antagónicos.
Subrayemos: el capital sólo está determinado por sus propios intereses.
«El verdadero límite de la producción capitalista es el mismo capital, es el hecho de que, en ella, son el capital y du propia valorización lo que constituye el punto de partida y la meta, el motivo y el fin de la producción; el hecho de que aquí la producción sólo es producción para el capital y no a la inversa » (Marx, El Capital)[10].
Así pues, el capital no sólo es incapaz de responder a las necesidades sociales y sanitarias de la humanidad, sino que muy al contrario es él mismo el que, para preservarse la arroja a la barbarie. Desarrolla la producción por sus propios intereses, el beneficio y la valorización de los capitales, y no para el desarrollo de la humanidad, a la que destruye.
«Las fuerzas productivas engendradas por el modo de producción capitalista y el sistema de distribución de los bienes originado por esta forma de producción, han entrado flagrante contradicción con esta forma de producción, a tal punto, que es preciso se produzca una revolución en la forma de producción y distribución; revolución que suprimirá todas las distinciones de clase, si no se quiere que perezca la sociedad moderna entera» (F. Engels, Anti-Dühring)[11].
La alternativa que plantea Engels es la que formulará, en la época del imperialismo, es decir, de la agonía del capital, Rosa Luxemburgo: «socialismo o barbarie».
Llegado a esta fase, el capital ya no es capaz siquiera de desarrollar las fuerzas productivas. Marx y Engels apuntaban ya lo que no era más que una tendencia:
«Se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción» (Marx-Engels, La ideología alemana)[12].
Lo que sólo era una tendencia en la época de Marx es hoy la realidad dominante. Las fuerzas productivas están infectadas por el parasitismo y la putrefacción del modo de producción capitalista en su fase imperialista. Se niegan ellas mismas y se transforman en fuerzas destructivas.
La época del imperialismo es la de la reacción en toda línea: el militarismo y las guerras, el parasitismo y la especulación, la descualificación, la hambruna y las enfermedades, el despilfarro de los recursos y los peligros para el medio ambiente. Manifestaciones todas de esas fuerzas destructivas (véanse los artículos sobre las guerras página 55 y sobre el medioambiente página 45).
El capital, para preservar sus capacidades de acumulación, debe emprender una ofensiva destructiva a fin de acrecentar su presión sobre las condiciones de explotación en todos los continentes. Códigos laborales, escuelas, protección social, servicios públicos deben ser pasto de su voracidad.
El imperialismo, es decir, la fase suprema del capitalismo, ve bloqueados las fuerzas productivas y el progreso por las relaciones de producción capitalistas, provocando así catástrofes.
Es lo que demuestra una vez más la crisis de la pandemia actual.
Contrariamente a las «tesis» de «economistas» y otros «expertos»:
«No es que se produzcan demasiados medios de subsistencia en proporción a la población existente. Al revés. Lo que realmente ocurre es que se producen pocos para sostener decorosa y humanamente a la población. No es que se produzcan demasiados medios de producción para dar ocupación a la parte de la población capaz de trabajar. Al revés. En primer lugar, se produce una parte excesivamente grande de población que en realidad no se halla en condiciones de trabajar y que tiene que vivir de explotar el trabajo de otros o de trabajos que sólo pueden considerarse como tales dentro de un mísero sistema de producción. En segundo lugar, no se producen bastantes medios de producción para que toda la población capaz de trabajar trabaje en las condiciones más productivas, es decir, para que su tiempo absoluto de trabajo se acorte por la masa y la efectividad del capital constante que durante ese tiempo de trabajo emplea» (Marx, El Capital)[13].
Los pueblos se han levantado en todo el mundo contra esta marcha hacia la barbarie.
De Argelia a Chile pasando por Líbano e Iraq, una misma consigna: «¡Fuera, fuera todos!», «Poder al pueblo». A partir de ahí, la cuestión que plantea el proceso revolucionario está ligada a la del poder político de los trabajadores y los pueblos contra el poder burgués de los viejos regímenes.
En las condiciones actuales, con la pandemia, esos procesos no pueden continuar de la misma forma, pero permanecen y van a seguir abriendo su camino. Alimentándose de la indignación ante la incapacidad de los regímenes para tratar la crisis sanitaria, resurgirán con fuerza renovada.
Más que nunca, debemos entender plenamente lo que decía Lenin:
«El capitalismo, en su fase imperialista, conduce de lleno a la socialización de la producción en sus más variados aspectos; arrastra, por decirlo así, a los capitalistas, en contra de su voluntad y consciencia, a un cierto nuevo régimen social, de transición entre la absoluta libertad de competencia y la socialización completa. La producción pasa a ser social, pero la apropiación continúa siendo privada. Los medios sociales de producción siguen siendo propiedad privada de un reducido número de individuos. Se conserva el marco general de la libre competencia formalmente reconocida, y el yugo de unos cuantos monopolistas sobre el resto de la población se hace cien veces más duro, más sensible, más insoportable» (Lenin, El imperialismo, fase suprema del capitalismo)[14].
El capital ha llegado a su fin, impulsa de manera inconsciente hacia la socialización, pero se opone ferozmente a ella de manera consciente. La contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones capitalistas exige que se edifique un nuevo orden social sobre la base de la expropiación del capital.
«Crear organizaciones conformes a la situación»
Pero el capital no caerá por sí mismo. Lo hará la acción revolucionaria de las masas. La IV Internacional está claramente alineada en la ayuda a la acción revolucionaria de las masas, Ya que «la tarea estratégica de la IV Internacional no consiste en reformar el capitalismo, sino en acabar con él» (programa de fundación de la IV Internacional).
Como decía Lenin, «la teoría no es un dogma, sino una guía para la acción». Por ello, para la IV Internacional, el análisis de la barbarie capitalista lleva a buscar las formas de organización necesarias para este combate de expropiación del capital.
La situación que vivimos actualmente es inédita. No encontraremos respuestas ni en el dogma ni en el sectarismo. Como escribía Pierre Lambert[15]:
«Y para cumplir las tareas revolucionarias, no hay solución acabada. El marxismo es el método científico de construcción organizada del instrumento indispensable para ayudar a las masas a actuar ellas mismas por su emancipación. Pero la solución no figura en ningún libro. Partimos de la IV Internacional. Establecemos con ayuda del programa que no hay otra salida a la crisis de la humanidad que el socialismo garantizado por la abolición de la propiedad privada de los grandes medios de producción y la democracia obrera (…). La vida y no las palabras, zanjará las discusiones y divergencias. Es absolutamente inevitable que se desarrolle la mayor diversidad de opiniones políticas, ya que la marcha hacia la revolución mundial, que abarca a cientos de millones de hombres en todos los continentes, hará aflorar a la superficie en todas partes, en todos los países, en todas las organizaciones, las escorias producto de la descomposición del sistema del imperialismo y de la burocracia, y los elementos más avanzados en busca de soluciones progresivas. Todo se entremezclará. La selección se efectuará por doquier» (prefacio al Programa de transición).
Así, sobre la base del marxismo, la IV Internacional quiere contribuir a la construcción del partido revolucionario indispensable para ayudar a las masas a emanciparse por ellas mismas.
Lenin planteaba así la cuestión:
«¿Durará mucho esta situación? ¿Hasta qué extremos ha de agravarse aún? ¿Desembocará en una revolución? No lo sabemos, ni nadie puede saberlo. La respuesta sólo nos la dará la experiencia del desarrollo del estado de ánimo revolucionario de la clase avanzada, del proletariado, y de su paso a acciones revolucionarias. Aquí no cabe hablar de “ilusiones” en general ni de su refutación, pues ningún socialista, nunca ni en parte alguna, ha garantizado que hayan de ser precisamente la guerra actual (y no la siguiente) y la situación revolucionaria actual (y no la de mañana) las que originen la revolución. De lo que se trata aquí es del deber más indiscutible y más esencial de todos los socialistas: el de revelar a las masas la existencia de una situación revolucionaria, de explicar su amplitud y su profundidad, de despertar la conciencia revolucionaria y la decisión revolucionaria del proletariado, de ayudarle a pasar a las acciones revolucionarias y a crear organizaciones que correspondan a la situación revolucionaria y sirvan para trabajar en ese sentido.
Ni un solo socialista influyente y responsable se ha atrevido jamás a poner en duda que ése es precisamente el deber de los partidos socialistas. Por eso el Manifiesto de Basilea, que no ha difundido ni alimentado la menor “ilusión”, al referirse precisamente a este deber de los socialistas, dice: agitar, “sacudir” al pueblo (y no adormecerlo con el chovinismo, como hacen Plejánov, Axelrod, Kautsky), “aprovechar” la crisis para “acelerar” la bancarrota del capitalismo, inspirarse en los ejemplos de 1871 de la Comuna y de octubre-diciembre de 1905 . El incumplimiento de este deber suyo por los partidos actuales es lo que constituye precisamente su traición, su muerte política, el abandono del papel que les incumbe, su paso al lado de la burguesía» (Lenin, La quiebra de la II Internacional)[16].
Tal es el punto de vista de la IV Internacional, que rechaza toda «unión sagrada» con los explotadores y sus servidores, responsables de la barbarie. Se mantiene al lado de las masas para salvar a la humanidad de la barbarie mediante la expropiación del capital. Por ello, en las nuevas condiciones internacionales y en el seno de la clase obrera, busca «crear las organizaciones conformes a la situación».
En estos períodos difíciles para la población trabajadora del mundo entero, es útil recordar lo que afirmaba León Trotsky en 1939, cuando se aproximaba la guerra y proliferaban los llamamientos a la unión sagrada:
«En consecuencia, para salvar a la sociedad no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fabricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen la agricultura, depauperizar a un tercio de los trabajadores ni llamar a los maníacos para que hagan de dictadores. Ninguna de estas medidas, que constituyen una burla horrible para los intereses de la sociedad, es necesaria. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional. Entonces será realmente posible por primera vez curar a la sociedad de sus males. Todos los que sean capaces de trabajar deben encontrar un empleo. La jornada de trabajo debe disminuir gradualmente. Las necesidades de todos los miembros de la sociedad deben asegurar una satisfacción creciente. Las palabras “pobreza, “crisis”, “explotación”, deben ser arrojadas de la circulación. La humanidad podrá” cruzar finalmente el umbral de la verdadera humanidad».
Y más adelante:
«Marx previó que la socialización de los medios de producción seria la única solución del colapso económico en el que debe culminar, inevitablemente, el desarrollo del capitalismo, colapso que tenemos ante nuestros ojos. Las fuerzas productivas necesitan un nuevo organizador y un nuevo amo, y dado que la existencia determina la conciencia, Marx no dudó de que la clase trabajadora, a costa de errores y derrotas, llegaría a comprender la verdadera situación y, más pronto o más tarde, extraería las necesarias conclusiones prácticas» (León Trotsky, El pensamiento vivo de Karl Marx)[17].
Por ello hay que erradicar el virus mortal que para la humanidad es el capitalismo.
Lucien Gauthier – 24 de marzo de 2020
[1].- FMI, Informe anual sobre las perspectivas de la economía mundial, octubre de 2019
[2].- Despacho de la agencia Reuters, 9 de marzo de 2020.
[3].- FMI, Informe anual sobre las perspectivas de la economía mundial.
[4].- Les Numériques, mayo de 2019.
[5].- L’Echo (Bélgica), «Los campeones de las recompras de acciones superan los índices de referencia de la Bolsa», 9 de febrero de 2019.
[6].- Declaración del Buró Político de la Organización Comunista Internacionalista (OCI – sección francesa de la IV Internacional) del 20 de agosto de 1971, publicada de nuevo en La Verdad nº 60-61, marzo de 2008, pág. 10 a 19.
[7].- Financial Times, 21 de marzo de 2020.
[8].- Les Echos (Francia), 26 de febrero de 2020.
[9].- El “dégagisme” es un neologismo político acuñado a partir del verbo francés “dégager” (largarse), popularizado en 2011 durante la Primavera Árabe, y hoy generalizado en múltiples países por el rechazo a los regímenes e instituciones vigentes.
[10].- Karl Marx, El capital, Libro III, sección 3ª, capítulo 15, FCE, 1976, pág. 248.
[11].- Engels, F., Anti-Dühring, Editorial Ayuso, 1978, página 175.
[12].- Marx, K., Engels, F., La ideología alemana, Ediciones Grijalbo, 1974, página 81.
[13].- Karl Marx, El Capital, Libro III, sección 3ª, capítulo 15, FCE, 1976, pág. 254.
[14].- V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Obras escogidas en XII tomos, tomo V, Ed. Progreso (Moscú), páginas 392-393.
[15].- Este prefacio de Pierre Lambert a la edición peruana del Programe de transición (abril de 1989) figura en la edición española de La Verdad, número 60-61, POSI (junio de 2008), páginas 113-114.
[16].- V. I. Lenin, Obras escogidas en XII tomos, tomo V, Editorial Progreso (Moscú), «La bancarrota de la II Internacional», páginas 229-230.
[17].- León Trotsky, El pensamiento vivo de Karl Marx, consultado en https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1939/vivo.htm