(Publicado en la Carta Semanal 620)
La cuestión catalana sigue mas que nunca de actualidad, a la luz de los últimos acontecimientos.
Acaban de hacerse públicas las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y del Tribunal Supremo contra dirigentes catalanes. El TSJA ha condenado a penas de inhabilitación al ex-presidente de la Generalitat, Artur Mas, a la exvicepresidenta Joana Ortega y la ex-consejera de Enseñanza por un delito de desobediencia en relación con la convocatoria del consulta del 9-N. Poco después, el Supremo inhabilitaba por el mismo supuesto delito al diputado Francesc Homs, una sentencia que supondrá que, por primera vez, un diputado es expulsado de su escaño por un delito de naturaleza política.
Al dejar su cargo, el ex-presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos, declaraba que el conflicto de Cataluña, es un conflicto que “el tribunal no puede resolver” y ha apelado a que “son los poderes públicos quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito”. Todo ello demuestra que el conflicto abierto entre el régimen monárquico y Cataluña esta lejos de resolverse.
Esta misma semana, presidente y vicepresidente de la Generalitat publicaban una larga carta en El País, en la que Puigdemont y Junqueras pedían para el conflicto una solución “a la escocesa”. La respuesta del gobierno, en boca de la vicepresidenta Sáez De Santamaría, no se hizo esperar. No se movió ni un ápice de la postura de que esto no cabe en la Constitución, añadiendo que España no es Gran Bretaña. Todo ello demuestra que la posibilidad de una “negociación política” puede darse casi con seguridad por cerrada.
Y sin embargo, la respuesta del PP y el PSOE a Puigdemont invitándole a una sesión de una comisión parlamentaria en el Senado, expresa también las contradicciones del propio aparato de estado.
Callejón sin salida en Cataluña
En el Parlament de Cataluña, el gobierno Puigdemont ha conseguido aprobar los presupuestos, más que continuistas en el terreno de los recortes, con el voto de dos parlamentarios de la CUP, que “pasa por el aro”, con la promesa de la convocatoria de un referéndum sobre la independencia en septiembre. Y de hecho sigue construyendo los mimbres legales, institucionales y logísticos para un supuesto referéndum y una eventual desconexión. En particular previendo cómo contrarrestar a los Mossos que no sean “dóciles”.
Pero todo el mundo es consciente de que la Generalitat, por sí sola, no tiene la fuerza para imponer un referéndum en contra del aparato de Estado, que hasta ahora se ha limitado a las declaraciones y a la “Brunete judicial” encabezada por el Tribunal Constitucional, pero que también refuerza la presencia de la Guardia Civil en Cataluña (70 agentes más especializados en “información y lucha contra la corrupción, como antes hizo con la policía y con el ejército (llevando 120 carros de combate a Gerona). A la vez, trata de estrechar el control sobre jueces y fiscales y la infiltración en los Mossos. Más aún sin contar con el único apoyo posible del pueblo catalán en su demanda de democracia, el de la clase trabajadora del resto del Estado.
Ante este dilema, todos parecen buscar una salida. Ciertamente, no somos adivinos, y no podemos saber si la encontrarán. Todo es posible, puede haber elecciones anticipadas en Cataluña (lo que llevaría al casilla número uno para empezar de nuevo en lo mismo), tal vez en el conjunto del Estado, ante la fragilidad del gobierno (lo que tampoco parece que supusiera ninguna situación distinta). Las especulaciones sirven de poco, puesto que todo parece improvisado, incierto, sin soluciones de recambio.
En un marco internacional de incertidumbre
Todo esto sucede dentro de una situación internacional en completo desbarajuste. Basta con ver la ridícula conmemoración que se prepara en el 60 aniversario del Tratado de Roma del año 1957, que estuvo en el origen de este monstruo llamado Unión Europea. Una celebración en la que, como si fuera el Versalles de finales del siglo XVIII, en vísperas de la revolución, todos danzan y festejan mientras cierran los ojos ante la crisis profunda que vive ese organismo del capital financiero.
Al otro lado del Atlántico, Donald Trump acaba de verse obligado a paralizar la aplicación de una de sus “promesas estrella”, su plan de reforma sanitaria, ante la oposición de buena parte de los Representantes y Senadores de su propio partido.
En el origen de esa crisis, no está otra cosa que la lucha de clases, cuyas líneas fundamentales siguen, más que nunca, vivas.
Un conflicto inevitable
Las burguesías europeas, sometidas, a pesar de las rivalidades y contradicciones, a la burguesía imperialista dominante, la norteamericana (como acaba de verse en su reciente sumisión unánime a la exigencia de dedicar un 2% del PIB -con la que está cayendo- a gastos militares), no pueden evitar la crisis de la UE. Lo que demuestra, una vez más, que bajo el dominio de la propiedad privada en la época imperialista, el conflicto entre los monopolios, que son transnacionales, y los estados nacionales, es inevitable. Y el capital trata de instrumentalizar cualquier conflicto nacional para destruir las reglamentaciones que le estorban y por tanto todas las naciones.
El enfrentamiento capital financiero/trabajo determina el conjunto de las relaciones sociales, políticas y militares. Esto es, en última instancia, lo que provoca la crisis de todos los regímenes y sus gobiernos.
Las exigencias del capital financiero, la destrucción de las bases económicas y sociales comunes, han resquebrajado, y es decir poco, el contrato social escrito y tácito establecido en los Pactos de la Moncloa.
Todo esto sucede en una situación en la que no arranca -véase el Caso de Francia o incluso el de España- el pacto social con los aparatos que controlan las principales organizaciones, lo que, a su vez, provoca las mayores diferenciaciones en ambas clases y en particular dentro de las organizaciones del movimiento obrero, que permiten abrir la vía a una política de Frente Único Obrero que parta de los intereses de los trabajadores.
La situación demuestra que el dominio del capital financiero pone cada día en peligro la más mínima libertad democrática ¿qué democracia puede haber en un mundo en el que 8 personas tienen tanta riqueza como el 50% del resto de la población, o en un país como España en el que tres personas atesoran tanta riqueza como un 30% de la población? Una situación que imposibilita la satisfacción de derechos pendientes como el de autodeterminación de los pueblos.
En nuestro país, más concretamente, la situación pone de manifiesto la incompatibilidad entre la Monarquía y su Constitución y los derechos de los trabajadores y los pueblos.
En este marco, el combate de los trabajadores de vanguardia debe basarse en establecer la relación práctica, en la lucha de clases, entre derechos nacionales y sociales. El conflicto de los estibadores muestra la unidad de la clase trabajadora, de Algeciras a Vigo o Tarragona, sus mismos intereses, tradiciones, convenios, estatutos, organizaciones. Como lo muestran la lucha contra la LOMCE o la lucha en defensa de la Sanidad Pública que recorre todo el Estado, por encima de la división en autonomías. Pero los dirigentes independentistas -incluyendo a los “de izquierda”- en lugar de aliarse con esa fuerza todavía se aferran a la alianza con fuerzas burguesas ‘nacionalistas’ y acallan las reivindicaciones sociales para hacerse ver bien por los gobiernos europeos, lo cual les condena a mantener la línea suicida de ‘nosaltres sols’
Todo ello demuestra, más que nada, la validez del combate por la Alianza de los Trabajadores y los Pueblos.
El choque institucional y nacional en Cataluña y su instrumentalización por el capital financiero para destruir condiciones elementales para el combate por los derechos democráticos y sociales demanda urgentemente que las organizaciones de los trabajadores rompan todas las ataduras que obstaculizan la construcción de un marco de convivencia de trabajadores y pueblos.