La España de las Autonomías no ha dado salida a los pueblos ni a los trabajadores

(Publicado en la Carta Semanal 638)

Sin esperar al 1 de octubre, la intervención del gobierno Rajoy contra el pueblo de Cataluña se cobra ya víctimas. Una de las más importantes es la apariencia de que las Comunidades Autónomas tienen algún tipo de autonomía política. El Gobierno ha decidido que cada departamento de la administración catalana (la más poderosa de las 17 autonomías) rinda cuentas semanalmente a Montoro de cada céntimo gastado. Con ello, los trabajadores y los pueblos pueden constatar que el régimen monárquico es el estado de las no autonomías.

Así culmina por ahora la crisis del “estado autonómico”, que es un puntal del régimen. En efecto, los recortes autonómicos de los últimos años han hundido en una crisis irresoluble el Estado de las Autonomías. Y las medidas de Hacienda adelantando dinero a las autonomías (y a los ayuntamientos) para intervenirlas dejan al desnudo la naturaleza de ese sistema de comunidades en el que los gobiernillos manejan dinero pero nunca han gozado de autonomía política porque el poder seguía en manos del aparato de Estado centralista opresor.

El recorrido del Estado Autonómico

Hay que evocar el origen del andamiaje autonómico. En la agonía del dictador, y de la dictadura, en un contexto de gran movilización obrera, surgió con imparable fuerza la reivindicación del derecho a la autodeterminación para Cataluña y Euskadi. El régimen monárquico, viendo amenazada su continuidad, reaccionó desde 1977 con el «café para todos». Diecisiete «autonomías», con sus respectivos «gobiernos» y sus competencias, de geografía variable, que el PCE aceptó y el PSOE, después de reclamar que en la Constitución del 78 se incluyera el derecho de autodeterminación, también. No se trataba sólo de negar la soberanía a los pueblos, sino de dividir y regionalizar el movimiento de masas que exigía libertades democráticas plenas y derechos sociales para desviarlo de sus objetivos y bloquearlo sometiéndolo a los supuestos intereses comunes de cada autonomía.

Pronto pudo comprobarse el contenido de las autonomías. El objetivo era desviar las reivindicaciones nacionales y dividir a los trabajadores. En el marco del plan de ajuste de los Pactos de la Moncloa, y a continuación del ajuste necesario para entrar en la Comunidad Económica Europea, la transferencias de competencias se “negociaron” a la baja, tomando como base los últimos presupuestos cerrados, es decir, el gasto realizado dos años antes, en un momento en el que se reivindicaba la mejora y la ampliación de los servicios públicos. La continuidad lógica de esto era el deterioro y la privatización de la sanidad y la enseñanza públicas.

En efecto, el grueso de las conquistas relativas a la sanidad se recogieron en la Ley General de Sanidad de 1985, del ministro Lluch. Pero esa misma ley incluía ya la previsión de regionalizar la sanidad, lo que sería el instrumento para atacar aquellas conquistas. En 1991, el gobierno González encargó un plan sobre el desarrollo de la sanidad a una comisión presidida por Abril Martorell, un hombre de la banca. El informe Abril, que propugnaba hospitales autónomos y presupuestos cerrados, introducía la competencia entre los hospitales públicos y privados y de los públicos entre sí, abocaba a la privatización de la sanidad. El Gobierno no se atrevió a aplicar ese informe centralizadamente, lo dejó en vía muerta, pero se lanzó a transferir las competencias sanitarias a una serie de autonomías, con lo que el informe empezó a ser aplicado región a región.

El gobierno Aznar repitió la operación. Su plan para entregar la gestión de los hospitales públicos a fundaciones chocó con una importante movilización. Entonces, transfirió la sanidad a las diez autonomías que aún no la tenían, y las autonomías (encabezadas por Valencia y Madrid, buques insignia del PP) privatizaron hospitales y servicios sanitarios cada una a su modo y a su ritmo.

Total, las autonomías, que no estuvieron asociadas a la conquista de los derechos sociales, los gestionan –en particular la enseñanza y la sanidad– como instrumentos del ajuste, del recorte de servicios, de la privatización. La regionalización es la forma imprescindible que toman los planes de la UE, y cuando ante “la crisis” la UE ha programado recortes presupuestarios masivos, la tarea que cada vez más corresponde a las autonomías es iniciar la demolición de la enseñanza, la sanidad y demás servicios públicos.

Y ahí chocan con la lucha de clases. La división autonómica ha dificultado la acción de la clase –que es única en todo el Estado– pero no ha impedido su movilización desde la huelga general de diciembre del 88, ni ha destruido sus organizaciones sindicales, aunque ha provocado profundas grietas. Recordemos las movilizaciones masivas de los trabajadores de la sanidad, del movimiento obrero y la población primero en Cataluña y luego en Madrid, donde arrancan una importante victoria parcial. Y más recientemente, el levantamiento del pueblo andaluz contra los recortes de la Junta de Susana Díaz y Ciudadanos. Se ha iniciado, con participación sindical, un movimiento para recuperar la gestión pública de los servicios sanitarios privatizados.

La financiación autonómica: de la crisis permanente al bloqueo

Las transferencias deficitarias han generado una situación de insuficiencia crónica de los presupuestos autonómicos, de reivindicación de fondos que los gobiernos centrales han tratado de contener enfrentando a los pueblos con agravios mutuos. Al final, cada vez se llegaba a un nuevo acuerdo de financiación, sobre la base de que los gobiernos autonómicos manejasen más dinero pero el Estado se desentendiese más (corresponsabilidad), lo que agravaba el problema.

En la primera década del 2000, el gasto de las autonomías aumentó. La reforma de 2009 buscaba recortar y contener el gasto y hacer más dependientes a los gobiernos autonómicos del gobierno central, de forma que la escasa asignación de fondos para financiar la sanidad y los servicios públicos (recortada por el ajuste que se inicia en 2010), sería supuestamente compensada con una serie de fondos de complicado cálculo y compleja asignación que dan gran discrecionalidad al gobierno, lo que ha multiplicado los agravios comparativos, infrafinanciando a unos (las regiones más industriales) más que a otros y llevando a las Autonomías a endeudarse fuertemente con el gobierno central. Por ejemplo, el gobierno valenciano reclama una quita de la deuda de 20.000 millones de euros. No es de extrañar que en el País Valenciano se haya construido una plataforma que agrupa a cien organizaciones, la Crida, que convocó manifestación por la retirada de los PGE 17 y se proponga realizar otra gran manifestación en octubre con el mismo contenido.

La deuda de las autonomías es impagable, pero solo intentar reducirla supone hundir aún más la economía y dar una nueva vuelta de tuerca al desmantelamiento y privatización de los servicios públicos. Hay que tener en cuenta que los trabajadores y los pueblos no solo sufren el recorte autonómico sino también recortes, a veces brutales, en la inversión del Estado en los diversos territorios. Por eso, a diferencia de negociaciones anteriores para modificar el sistema de financiación, esta vez Rajoy no puso encima de la mesa ningún proyecto, el Consejo de Política Económica y Financiera creó una comisión de «expertos», que debe hacer público su informe el próximo 10 de agosto (el momento en que se suelen anunciar las canalladas).

Técnicos, entidades financieras, instituciones han hecho sus propuestas a esa Comisión: todas parten de respetar el déficit impuesto por la UE y redistribuirlo con más «justicia» entre las distintas administraciones. Hay que tener presente el recorte presupuestario general que las Cortes acaban de votar y que analizó la anterior Carta Semanal. Como, además, no quieren cobrar impuestos al capital financiero ni a las grandes fortunas, ni perseguir el fraude y la evasión fiscal, todas las propuestas giran en torno a la subida de impuestos (el IVA fundamentalmente) y que lo hagan de forma mancomunada las autonomías (a esto le llaman corresponsabilidad fiscal), que se quedarían con la mayor recaudación obtenida. Como esto es impopular, no terminan de ponerse de acuerdo.

La Monarquía y su estado autonómico, al servicio del capital financiero y el aparato de Estado franquista, no tienen otra cosa que ofrecer. La única salida que los trabajadores y los pueblos pueden aceptar es partir de la satisfacción de las reivindicaciones de la clase obrera. Las exigencias de más presupuesto para la sanidad, la enseñanza y demás servicios públicos, aunque en el marco de la crisis de la Monarquía puedan revestir formas autonómicas, tienen un contenido claro: fuera los planes de ajuste, abajo las políticas de austeridad, que los pueblos decidan. Lo contrario de lo que reclama el FMI, la UE.

La necesidad de acabar con la asfixia de los servicios públicos, que los sindicatos y la población exigen, nos lleva, pues, a lo mismo que el pueblo catalán reclama: democracia. Hace falta unir fuerzas en una alianza de trabajadores y pueblos para acabar con la Monarquía y que los pueblos, fraternalmente, en ejercicio de su soberanía, se den otro marco político que permita empezar a satisfacer los necesidades acuciantes de la mayoría. A ello deben responder las fuerzas políticas que hablan en nombre de la mayoría social. El pueblo catalán no ha encontrado de momento respuesta adecuada a sus ansias de libertad por parte de las organizaciones estatales de la clase, que sufren la presión del capital para que renuncien a las reivindicaciones obreras y democráticas. Esto explica en parte el auge del «independentismo», que por su parte sacrifica las exigencias sociales a una supuesta conquista inmediata de la soberanía pero con ello obstaculiza la unidad con los trabajadores, indispensable para derrotar a la monarquía.

Lo cual confirma la necesidad de la alianza de trabajadores y pueblos para conquistar los derechos sociales y nacionales, dándose un nuevo marco político.

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