Los moralistas y la GPU (capítulo 8)

Su moral y la nuestra -León Trotsky

Capítulo 8: Los moralistas y la GPU

El pretexto para la cruzada contra la “amoralidad” bolchevique lo proporcionaron los juicios de Moscú. Pero esa cruzada no comenzó de inmediato, ya que la mayoría de los moralistas eran amigos del Kremlin. Como tales, durante cierto tiempo se esforzaron por disimular su estupor y fingir que nada había pasado.

Sin embargo, los juicios de Moscú no son fruto del azar. El servilismo, la hipocresía, el culto oficial de la mentira, la compra de conciencias y todas las demás formas de corrupción se desarrollaron con fuerza en Moscú desde 1924-25. Las futuras imposturas judiciales se preparaban a la vista de todo el mundo. No faltaron advertencias. Sin embargo, los “amigos” no querían notar nada. No es asombroso: la mayoría de esos caballeros habían sido profundamente hostiles a la Revolución de Octubre y sólo se aproximaron a la Unión Soviética conforme avanzaba la degeneración termidoriana de ésta. Entonces la pequeña burguesía de Occidente reconoció en la pequeña burguesía de Oriente un alma gemela.

¿Creyeron de verdad esos individuos las acusaciones de Moscú? Sólo las creyeron los menos dotados de inteligencia. Los otros no quisieron tomarse la molestia de verificarlas. ¿Valía la pena trastornar la amistad halagüeña, confortable y a menudo provechosa con las embajadas soviéticas? Por lo demás no olvidaban que la imprudente verdad podía perjudicar el prestigio de la URSS. Esos hombres taparon el crimen por razones utilitarias, aplicando así manifiestamente la regla de que “el fin justifica los medios”.

El señor Pritt, consejero de S. M. Británica, que había tenido ocasión de echar en Moscú una mirada de soslayo bajo la túnica de la Temis estalinista y había encontrado sus intimidades en buen estado, asumió la tarea de desafiar la vergüenza. Romain Rolland, cuya autoridad moral tanto aprecian los contables de las editoriales soviéticas, se apresuró a publicar uno de sus manifiestos, en los que el lirismo melancólico se une a un cinismo senil. La Liga Francesa de los Derechos del Hombre, que en 1917 condenaba la “amoralidad de Lenin y de Trotski” cuando rompieron la alianza militar con Francia, se apresuró a tapar en 1936 los crímenes de Stalin en aras del pacto franco-soviético. El fin patriótico justifica –como se ve– todos los medios. En los Estados Unidos, The Nation y The New Republic cerraron los ojos a las hazañas de Yagoda, puesto que la “amistad” con la URSS se había convertido en sustento de su propia autoridad. No hace ni siquiera un año, esos señores no afirmaban que estalinismo y trotskismo fueran idénticos. Estaban abiertamente por Stalin, por su espíritu realista, por su justicia y por su Yagoda. En esa posición se mantuvieron tanto tiempo como pudieron.

Hasta el momento de la ejecución de Tujachevski, de Yakir, etc., la gran burguesía de los países democráticos observó no sin satisfacción –aunque afectando cierta repugnancia–, el exterminio de revolucionarios en la URSS. En este sentido The Nation, The New Republic, por no hablar de los Duranty, Louis Fisher y otros prostituidos de la pluma, se adelantaban a los intereses del imperialismo “democrático”. La ejecución de los generales perturbó a la burguesía, obligándola a comprender que la avanzada descomposición del aparato estalinista podría facilitar la tarea a Hitler, a Mussolini y al Mikado. El New York Times se puso a rectificar prudente, pero insistentemente la puntería de su Duranty. El Temps de París dejó filtrar en sus columnas un débil rayo de luz sobre la situación en la URSS. En cuanto a los moralistas y a los impostores pequeñoburgueses, jamás fueron más que auxiliares de las clases capitalistas. En fin, cuando la Comisión John Dewey formuló su veredicto, se hizo evidente a los ojos de todo hombre, por poco que piense, que continuar defendiendo abiertamente a la GPU era afrontar la muerte política y moral. Solo a partir de ese momento los “amigos” decidieron invocar las verdades eternas de la moral; es decir, replegarse, atrincherándose en una segunda línea.

Los estalinistas y semiestalinistas horrorizados no son los últimos moralistas. Eugene Lyons convivió alegremente durante varios años con la pandilla termidoriana, considerándose casi un bolchevique. Habiendo regañado con el Kremlin –poco nos importa el por qué– Lyons se situó de nuevo en las nubes del idealismo. Liston Hook no hace mucho gozaba de tal crédito en la Comintern que le encargaron dirigir la propaganda republicana en inglés a favor de España. Cuando renunció a su cargo, no tuvo empacho en abjurar hasta de los rudimentos del marxismo. Walter Krivitsky, habiéndose negado a volver a la URSS. y habiendo roto con la GPU, se pasó inmediatamente a la democracia burguesa. Parece semejante la metamorfosis del septuagenario Charles Rappoport. Una vez echan el estalinismo por la borda, la gente de este tipo –y son muchos–, buscan sin falta en los argumentos de la moral abstracta una compensación para su decepción y o su envilecimiento ideológico. Preguntadles por qué se han pasado de la Comintern o de la GPU a la burguesía. Tienen la respuesta preparada: “El trotskismo no es mejor que el estalinismo”.

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